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Café de Madrid

Chicote de luna llena

El autor recrea una noche de luna llena en el local del conocido barman repleto de figuras de la cultura

Pedro Chicote.
Pedro Chicote.J. F. H.

Era de esperarse. Perico Chicote, a la luz de una luna llena, traza un perfil sin tiempo. Por la puerta giratoria que se abre a la Gran Vía entra Agustín Lara como quien parte plaza. Al fondo de la barra está Chicote del brazo de Sofía Loren, al lado de la puerta del pequeño cuartito del teléfono que conserva intacto su piso de los años veintes. El Flaco se abraza con Manolete que está sentado en una butaca art decó hablando de nada con Lupe Sino… y la noche es una nube de neón donde se confunden en blanco y negro los personajes de una novela a colores.

Debo a mis amigos Rubén Gómez y Raúl Gómez, iniciales clonadas de una asociación apasionada por la restauración de los viajeros cansados, los contertulios que hablan de libros, los hambrientos que navegan los horarios enrevesados de la noche y, además, la resurrección del Museo Chicote. Aquí se extiende la primera barra americana, larga como la estela de un barco que navega ese raro mar de neón azul donde Agustín de mismo nombre que Lara sirve bebidas de colores chillantes y –como reza una novela—uno se “queda largos minutos viendo las fotografías del Dr. Fleming, Cantinflas y John Wayne” y se desdibuja en un vapor perfumado la sombra de Ava Gardner, que ocupó para siempre la misma butaca en espera de Dominguín, incluso la noche en que llegó Sinatra y no lo dejaban entrar para evitar un mal tercio de varas.

Aquí vino mi padre y se escabullía por un túnel del brazo de Chicote por la bodega subterránea para salir a la gloria iluminada de lo que ahora llaman El Coq, donde mujeres de tacón dorado y labios demasiado rojos cantaban boleros como murmullos.

Chicote es un museo de bebidas que debería catalogarse como máquina del tiempo y que forma parte no sólo de la memoria histórica de una ciudad que tampoco duerme, sino de toda la ilusión que se forma en la mente de todo taxista o transeúnte con sólo caminar por la acera de enfrente. Cada noche, cada luna, se va poblando de claveles la Gran Vía, atrás quedan todas las bombas y las nubes de polvo, el chaquetón con balas rusas que deja olvidado Hemingway y el zumbido de aviones siniestros y las largas décadas ya censuradas por la amnesia.

Dicen que hubo un día en que –esperando entrar por la puerta giratoria de este templo de Chicote—Ava Gardner se sentó en lo que creyó era banca, sin reparar que era la cola de un camión de basura que por unos instantes llevó cuesta arriba, Gran Vía a Callao, a la mujer más bella del mundo. Imagino a Perico arropándola con su capa negra, la carcajada recortada a la luz de la luna, porque la grande belleza que nos rodea no merece perderse en olvido.

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