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ROCK Marillion

Intensidad en vena

Siempre en los extremos, los ingleses rozan tanto la excelencia como la modorra en el Botánico

De entrada, un bello recurso escénico. Steve Hogarth empieza cantándonos desde la pantalla con su rostro severo y anguloso, pero solo cuando finaliza la primera estrofa se nos hace carne al fondo del escenario. Es el comienzo de The invisible man y una declaración inequívoca de intenciones: 13 implacables minutos de laberinto estructural, intensidad en vena, existencialismo acongojado y una teatralidad esculpida a cada verso. A Marillion siempre se los tuvo por una versión tardía y demediada de Genesis, pero el melodrama nos trajo mucho más a la cabeza a Peter Hammill avivando la llama de Van der Graaf Generator.

Hubo solo media entrada esta vez en las Noches del Botánico, un relativo pinchazo que quizá se explique por la desubicación del quinteto británico: Marillion asume el enrevesado y prodigioso lenguaje del rock sinfónico hacia 1971, pero no deja de ser un facsímil nacido una década más tarde. Un buen grupo que siempre pareció llamado a la magnificencia.

Disfrutamos de algunos ingredientes suculentos este martes, más allá de ese sonido majestuoso. El principal, las guitarras solemnes y absortas de Steve Rothery, un hombre con gabán que transmitía siempre la deliciosa sensación de habitar un universo propio. Resulta alentador que la banda elija un título como FEAR, acrónimo de Fuck Everyone and Run (Jode a todo el mundo y corre), para su inminente disco número 18. El extenso adelanto que nos brindaron, otra pieza río denominada The new kings, es una estimulante diatriba contra los magnates que gobiernan nuestras vidas desde los consejos de administración. No se pierdan un pasaje intermedio muy inspirado en el que se repite como un mantra: “La codicia es buena”.

En otros momentos, sin embargo, la sensación es de longevidad sin aristas. El quinteto conoce bien los cánones y patrones, pero los permuta una vez tras otra sin arribar a ningún paisaje nuevo. Peor es el caso de Fantastic place, donde el pathos y la ira dejan paso a la sonrojante proyección de un corazoncito de estrellas y la silueta de una pareja inmersa en un gentil baile. Así es Hogarth, hombre de extremos, un tipo tan brillante como intermitente. Menos mal que la única concesión a la nostalgia, ese final con Kaileigh y Lavender, dibujó una sonrisa para la vuelta a casa.

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