Los cuentos de una noche de verano
Serrat, Ríos, Víctor Manuel y Ana Belén acunaron las emociones de un Sant Jordi lleno
El espectáculo comenzó suave, no sea que las emociones desbocadas diesen un susto a tan temprana hora. A finales de junio hay luz colándose en el interior del Sant Jordi a las 21:15, pero fue vencida por la del escenario, ocupado por una nutrida banda que arropaba a los protagonistas. Ellos de oscuro, ella de blanco, destacando así no sólo por ser la única mujer del cuarteto. El inicio aseguraba que ayer podía ser un gran día, premonición cantada de forma temperada por Serrat, Víctor Manuel, Miguel y Ana, nuestro castizo Rat Pack, protagonistas de “El gusto es nuestro”, una idea de 20 años con un nombre que es un acierto. Porque el gusto fue suyo.
Y no es que el público no disfrutase. Lo hizo como quien va a un partido de los Harlem Globetrotters, donde se sabe qué pasará, se disfruta con esa certeza y no se precisa un equipo que se oponga a las florituras de los protagonistas. No hay competencia, hay reencuentro. Si a las primeras de cambio Victor Manuel evocaba el cine de cuando costaba cinco pesetas con “Adonde irán los besos”, el recuerdo y también ese pasado común con lado oscuro, las tumbas olvidadas del franquismo recordadas en “Como voy a olvidarme”, ya campaban entre las 15.000 personas que llenaron el Sant Jordi. Un oohhh manaba de platea cada vez que los protagonistas se alternaban en escenario, con una cerrada ovación a Serrat antes de abordar “Cantares” e interpretar “Cremant núvols” y “Algo personal”, esperando a que Miguel le secundase en “No hago otra cosa que pensar en ti”. Sí, el público, con edad para recordar el cine con pipas, se lo pasó en grande.
Pero ellos, los cuatro, no hacían otra cosa que pensar en él, en el público. Porque el gusto era muy suyo, el gusto de tener de nuevo un gentío ante ellos, una pequeña multitud cómplice con la que volver a sentir el poder de un escenario donde convergen miles de ojos, toneladas de ensoñaciones y el tierno gesto de alguna que otra pareja con decenios de amor doméstico que aún se daban la mano, anoche. Esa sí es una droga adictiva, es autoestima y libertad de actuar sin temer el paso del tiempo por la voz o ese libérrimo sentido de la afinación que exhibió un Miguel Ríos que sólo por ir de rockero parecía sentirse menos mayor. Serrat no, e incluso hizo chistes sobre su edad y una carrera artística que algún taxista, dijo, pensaba acabada.
Y como si ese público fuese una niña que aguarda cada noche un cuento más largo que la anterior, el show no omitió ni una coma y apuró el último acorde y la postrera presentación hasta su colorín colorado más allá de la medianoche. Tres horas con un cancionero de 43 éxitos que son memoria cantados en combinaciones de intérpretes de manera que todos tuviesen su cuota de narrador, el papel del papá o la mamá que estimula la imaginación de la cría que se apresta a escuchar y quién sabe, luego, quizás, dormir. Y por supuesto soñar más tarde con lo escuchado.
Y cada intérprete jugó las cartas que le han llevado a la popularidad. Miguel su rock institucional, Ana su elegancia y tono, Serrat su condición de mito en zapatillas y Víctor Manuel sus recuerdos de juventud antes de franquear, los cuatro juntos, la Puerta de Alcalá. Colorín colorado. El gusto fue de todos, pero también muy suyo.
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