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Europa ausente

Mal asunto cuando hay que pedir el voto advirtiendo que el margen de maniobra de que se dispone es limitado. No estaba previsto que Europa generara tantos o más problemas que soluciones

Josep Ramoneda

Desde el penoso debate electoral a cuatro del pasado lunes se ha ido consolidando la idea de una campaña electoral vacía. Los medios hacen listados de temas ausentes del debate, que cualquier ciudadano sensato colocaría entre los problemas más urgentes. Dos campañas electorales en seis meses dan para pocas sorpresas. Pero ha ocurrido que por el camino las expectativas de los actores han variado, obligando a modificar las estrategias. Los dos partidos que intentaron formar gobierno en la breve legislatura del fiasco, PSOE y Ciudadanos, no han recibido premio por su esfuerzo. Al contrario, se han encontrado convertidos en actores secundarios de un duelo convencional entre la derecha (PP) y la izquierda (Podemos).

La alianza entre Podemos e Izquierda Unida ha hecho posible lo que era impensable en la cultura del bipartidismo: que el PSOE pudiera perder la primacía en la izquierda. En consecuencia, la ya abundante literatura antipodemos, que ha unido a sectores, antaño enemigos cervales, de la intelectualidad de la izquierda y de la derecha, ha continuado expandiéndose. Pero se ha encontrado con un Podemos en proceso acelerado de moderación, como si el avistamiento de la presidencia del Gobierno, aún en lontananza, le hubiera cambiado las hechuras.

Podemos ha abandonado la intensidad crítica, como si quisiera pasar un examen de homologación para la gobernanza y la campaña se ha ido quedando sin temas. A nadie le ha interesado debatir cuestiones peliagudas. De modo que todo gira en torno a las potenciales parejas de cada partido ante la imposibilidad de que alguno de ellos pueda alcanzar por si solo una mayoría suficiente para gobernar. El con quién se ha impuesto al cómo y al para qué, en una muestra de la poca confianza de la propia política en sus propias fuerzas y en la capacidad de cumplir los objetivos, promesas y expectativas que pudiera generar. Resultado: salvo el PP, que todos sabemos que quiere que todo siga como está, a los demás les es difícil explicar de modo creíble que quieren hacer y adónde quieren ir.

En este contexto (y a pesar de estar en tiempo de Brexit, que como se ha visto preocupa más a los mercados que lo que pueda ocurrir en España) Europa, una vez más, ha brillado por su ausencia en la campaña electoral. No es una novedad, es una repetición: siempre ha sido así. ¿Por qué? Si los políticos no hablan de ella es porque entienden que ni preocupa ni interesa a los españoles. Pero estas afirmaciones tienen algo de pérfidas: los políticos deberían contribuir a que los españoles pensaran en Europa, y la mejor manera sería meterla en el debate público. Pero les incomoda porque significa dejar constancia de sus limitaciones. Mal asunto cuando hay que pedir el voto advirtiendo que el margen de maniobra de que se dispone es limitado.

La falta de conciencia europea de los españoles —aparentemente tan europeístas— tiene sin duda razones históricas y culturales. Persiste un cierto complejo de malqueridos. Largos fueron los tiempos de aislamiento y fuerte el resentimiento acumulado por ser señalados como extraños. Con la entrada en Europa nos sentimos redimidos, y se dio la misión por cumplida. No estaba previsto que Europa generara tantos o más problemas que soluciones. Y, precisamente por esta razón, qué hacemos con Europa debería ser cuestión central de la política española. Algo ha insinuado Pablo Iglesias en sus apelaciones a los italianos y a los portugueses. Dicho de otro modo, cualquier política de cambio será europea o no será. Modificar las relaciones de fuerzas en Europa es la única forma de poner límites a la violencia de las políticas de austeridad, una política obsesiva que a la larga sólo se puede mantener por la vía del autoritarismo postdemocrático.

La cuestión europea es clave para superar la fractura social, pero también para afrontar con mentalidad no colonial cuestiones tan importantes como la crisis de los refugiados, las mutaciones geopolíticas o el terrorismo internacional. Si nada de eso nos interesa, no nos quejemos si después vemos a nuestros dirigentes comportarse como simples empleados del eufemísticamente llamado poder de los expertos (es decir, del capital) Si queremos que la política nos represente no podemos eludir las dos cuestiones centrales: el poder real del Estado y la Unión Europea.

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