Las togas del juicio de Nóos
La gente solo se interesa por un juicio si prevé una buena esgrima procesal y un resultado favorable a sus expectativas. El de la Infanta perdió interés en cuanto dejaron de ir los acusados
El juicio de la Infanta empezó con las declaraciones de los acusados, pero el interés del gran público no comenzó hasta que llegaron las estrellas, Torres, Urdangarín y su esposa, hija y hermana de reyes. La gente, generalmente, solo se interesa por un juicio si prevé una buena esgrima procesal y un resultado favorable a sus expectativas. Más aún en este juicio, suponiendo que compiten los mejores abogados y que la justicia ha de recaer en personajes hasta ahora intocables.
Cuando el tribunal autorizó a los acusados para ausentarse, solo quedó uno que cumple condena por otra causa, y naturalmente prefiere el juicio que la celda. Desaparecido el matrimonio más mediático, las imágenes de la sala sin público evidenciaban que el interés informativo había decaído, quizá abrumado por otros casos de corrupción más recientes, o políticamente más candentes.
Sin embargo, precisamente fue entonces cuando empezó la verdadera esgrima procesal. Era el momento en que los togados de las acusaciones y defensas tenían que lucir su técnica jurídica y sus estrategias, con sus preguntas, repreguntas, objeciones y frases ocurrentes o inconvenientes. Algunas muestras de habilidad y astucia pueden parecer, para el público profano, marrullería enrevesada, maliciosa búsqueda de la impunidad. La gente, en general, no está capacitada para valorar el virtuosismo jurídico. Simplemente condena lo que le parece artimañas leguleyas, desconfiando de sus habilidosos artífices. De este riguroso escrutinio público y mediático no se salva nadie.
Por ejemplo, a la abogada del Estado le correspondía defender el interés económico del Estado. Sin embargo, el público ha oído con escándalo su desafortunado argumento de que eso de “Hacienda somos todos” es pura propaganda. El fiscal no acusa a la Infanta, convencido de que ignoraba el origen ilícito del dinero que su marido llevaba a casa. Por eso la declara solamente “partícipe a título lucrativo”, lo cual únicamente la obliga a devolver el dinero. Pero la gente, en general, no es tan crédula. No debería extrañar que desconfíe de la Infanta, de la abogada del Estado y del fiscal.
La única acusación penal contra la Infanta es la de Manos Limpias. Parece acusar altruistamente, pero sus méritos se nublan por circunstancias que, de confirmarse, serían totalmente opuestas al altruismo. Su extraña organización, hasta ahora de financiación desconocida, está implicada en oscuros incidentes de acusaciones sistemáticas. Es razonable que la gente mire a esta acusación con dudas, sospechas y reproches.
La defensa de la Infanta rezuma calidad y altura social, como corresponde a su defendida. El sabio mánager del equipo se ha provisto de dos buenos profesionales: un brillante profesor y un experimentado práctico. Cuando la fiscalía atribuyó a la Infanta ser solamente “partícipe a título lucrativo”. el docto profesor, de indiscutible prestigio internacional, inventó una nueva eximente, la de ser “partícipe a título amoroso”, con una sonrojante y apasionada defensa del ciego amor conyugal ante las cámaras de TV. Afortunadamente para la Infanta, también contaba con la habilidad procesal del otro fichaje del mánager, y con la proverbial capacidad extraprocesal de este.
El defensor de Torres parece que no desea captar la confianza de nadie, ni siquiera del tribunal. Es inconveniente, provocador, agresivo, ofensivo y sobreactuado. Si ese peculiar defensor fuera un futbolista estaría siempre al borde de la tarjeta roja. Lo contrario del discretísimo defensor de Urdangarín, que quizá algún día llegue a dar muestras de que, en la práctica, merece la confianza de su cliente.
El severo escrutinio público y mediático alcanza también a los jueces. Sorprendentemente son los mejor considerados, por ahora. El juez Castro superó la prueba exitosamente, con el respeto y el afecto de la mayoría de la gente, y superó también las insidiosas acusaciones de protagonismo o posibles proposiciones extraprocesales, de los que querían obstruir su trabajo, y su independencia. Sin él el caso no habría llegado a donde ha llegado.
Las magistradas del tribunal también gozan de la confianza del público en general, por las decisiones que van tomando y por su prudente control de las incidencias del juicio. Pero tendrán que dictar sentencia y esta nunca será a gusto de todos. Si condenan, los condenados dirán que la pena es injusta, o excesiva, o dictada con parcialidad. Si no hay condena para alguna persona acusada, otros pedirán sangre, sobre todo si es sangre azul. Y el desprestigio de la justicia no podrá escapar del simplismo del viejo refrán: “Jutges, advocats y procuradors, al infern de dos en dos”.
José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.
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