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Tribuna
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El imputado, el investigado y el fin del derecho penal liberal

El nuevo mantra de nuestra época es la lucha contra los corruptos

Todavía no conozco a ningún imputado al que le haya aliviado lo más mínimo saber que ahora se le llama investigado. El cambio de denominación tiene una finalidad loable, la de evitar la carga estigmatizadora del término sobre quien, todavía, no es culpable de nada y goza hasta cierto punto de los derechos que se derivan de la presunción de inocencia. Sin embargo, cada vez que los medios de comunicación utilizan el nuevo término no lo hacen sin previamente aclarar que ahora es así como se les llama pero que, en realidad, se trata de los imputados de toda la vida. No es difícil detectar un tono de desdeñosa sorna asociado a la palabra, como si las comillas se vocalizaran agriamente.

Las preocupaciones del investigado, más allá del fraude de etiquetas, se contraen al escenario que diseña el nuevo proceso penal del enemigo, político y postmoderno. El que considera las garantías clásicas pura verborrea liberal de las que tan sólo hay que conservar algún aspecto formal para evitar ser tachados de bárbaros o, peor, de “venezolanos”. Le preocupa, entonces, la detención en el centro de trabajo o ante la familia retransmitida en directo por los medios, la difusión masiva de imágenes cuanto más vejatorias mejor, la desmesura de los dispositivos policiales, la inquisición prospectiva de cualquier aspecto de su vida a través de las intromisiones más agresivas en la intimidad (registros, intervención de las comunicaciones telefónicas, clonado de ordenadores, interceptación de correo electrónico...), y la frecuentemente caprichosa privación de libertad fundada exclusivamente en motivos de ejemplaridad pública (diríamos de “salud pública”). Es cierto que esto suele ocurrir en procedimientos relacionados con la corrupción política, o cuyos presuntos autores son personas conocidas o relevantes, pero pueden ustedes estar seguros de que se expandirá a todo tipo de casos y acabará afectando a todo el mundo por igual. De hecho, la relajación de las garantías y la búsqueda de la eficacia por encima de la seguridad jurídica y los derechos humanos se inició en la lucha contra el terrorismo y ya entonces algunas voces (pocas) advirtieron de lo que estaba por venir. La amenaza islámica acabó con los pocos muros de contención que quedaban y alumbró uno de los problemas que van a marcar la evolución de la justicia en el siglo XXI: el constante incremento de las potestades policiales y su elástico o interesado control.

El nuevo mantra de nuestra época es la lucha contra los corruptos, término polisémico que puede abarcar tanto a la folclórica o la Infanta que no pagaron impuestos, al político que gestionó una caja de ahorros con escaso tino, al alcalde de pueblo que alteró las normas de contratación pública para favorecer a empresas locales, al concejal que ingresó mil euros en la cuenta del partido, como, en fin, al delincuente que usó su cargo público para lucrarse. Lo que todos ellos tienen en común, al margen de cuál pueda ser la relevancia final de su presunto delito, es que van a ser objeto de una investigación que va a llegar al juzgado de instrucción completamente precocinada por la UCO o la UDEF; que aquella inicial infracción tributaria o dudosa prevaricación o, incluso, grave y evidente cohecho, aparecerán adornadas por la policía con las escandalosas calificaciones de blanqueo de capitales y asociación criminal (con independencia de la escasísima viabilidad de estas acusaciones), lo que podrá dar lugar a que se soliciten las medidas cautelares más graves por parte de fiscalías especializadas que actúan como meros apéndices de la policía y a que, en fin, el juez, a la manera de un microondas, se limite a recalentar el expediente, lo adapte a los corsés formales del procedimiento, y haga avanzar la instrucción a golpe de atestado policial hasta un remoto e incierto juicio oral.

El presunto corrupto (digan lo de “presunto” también con comillas, desprecio y sorna, por favor), si es que no se ve en la cárcel con una interpretación de los fines legítimos de la prisión provisional que haría parecer a Vyshinski un adalid de las garantías clásicas, se verá vilipendiado en un grado algo inferior a Chávez y Bin Laden y algo superior a los pederastas confesos. Deberá abandonar cualquier cargo que ostente sin posibilidad de recuperarlo, sea cual sea el resultado final de su imputación. Verá embargado todo su patrimonio y el de su familia, y, en el mejor de los casos, vivirá en negro o de la amabilidad de parientes y amigos. Y si al final resulta condenado, lo que tras un proceso de destrucción personal que durará varios años tendrá una importancia más bien relativa, soportará el torcimiento y manipulación de la normativa penitenciaria que se llevará a cabo, y contra la ley, para evitar que incluso pueda disfrutar de beneficios carcelarios a los que tendría derecho.

Este estado de cosas no parece preocupar a nadie. Es más, distinguidos intelectuales afirman que los sufridos ciudadanos españoles sólo alcanzan algún grado de satisfacción y consuelo de la Guardia Civil, la Policía y los jueces. Por contra, todos estos males fueron descritos y pronosticados ya en 1995 por Ferrajoli en su monumental “Derecho y Razón. Teoría del Garantismo Penal”. La verdad es que lo acertó todo (la expansión a partir del terrorismo, la crisis de las garantías, la insufrible fuga al derecho penal, etc.). La obra está hoy olvidada por completo; será porque no hay nada más aburrido que alguien que siempre tiene razón.

Javier Melero es abogado penalista.

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