Seguidme, dijo el líder
No descartemos que los liderazgos mediáticos que han surgido guarden poca relación con los de antaño. Quizá consistan en hacerse omnipresentes con el ruido de sus efímeras declaraciones
La situación la podían haber dibujado en una de sus viñetas el Chumy Chúmez o el Summers de la inolvidable revista de humor Hermano lobo: el líder carismático, de mentón prominente y tupé escobarino (el copyright de la expresión corresponde a Forges), se dirige a las masas, alentándolas al grito de “¡seguidme!”. Las masas, un punto atónitas, contestan: “¿a dónde?”, pregunta a la que el líder carismático, con total desparpajo, replica; “ah, no sé, dónde digáis”.
Se equivocaría quien pensara que se trata de una situación imaginaria, completamente inverosímil, una pura humorada para arrancar la benévola sonrisa del lector reticente a los planteamientos del arriba firmante. Al contrario, constituye una descripción, casi literal, de un modus operandi que parece haber adoptado carta de naturaleza tanto en la política española como catalana, en las que se saluda como una refrescante novedad la aparición de liderazgos fuertes. Si a quienes procedemos de una determinada cultura política la mera mención de la palabra liderazgo (tan grata también a los teóricos del management o, peor aún, a los de autoayuda) ya nos provoca una cierta desazón, el que además se considere un valor positivo del mismo la fortaleza da lugar en nosotros a una severa preocupación.
Preocupación incrementada por el hecho de que la tendencia no es exclusiva de una fuerza política en particular (el líder carismático del primer párrafo bien podría ser una lideresa, o preferir el look grunge-Alcampo al kennediano más clásico), aunque es cierto que en alguna resulta particularmente chocante, vistos sus antecedentes. Uno pensaba, vgr., que lo que iba a surgir de un movimiento como el 15-M, una de cuyas consignas más celebradas era precisamente “no nos representan”, y que alardeaba de no tener líderes sino de hacer apología del anonimato, sería una manera totalmente distinta de practicar la política, en la que la participación directa de los ciudadanos constituiría el valor supremo. Pero hete aquí que son precisamente las fuerzas que se reclaman de aquel movimiento las que elaboran sus listas electorales alrededor de la mesa-camilla de sus dirigentes máximos o rechazan llevar a cabo primarias con el ingenioso argumento —todo un hallazgo teórico de la politología contemporánea— de calificar como segunda vuelta la repetición de elecciones.
Los argumentos con los que se justifican tales actitudes suelen ser de diferente tenor. Por un lado, está el del carácter instrumental del liderazgo, según el cual no hay que desperdiciar el capital político que supone el hecho de que un/a candidato/a sea ya ampliamente conocido/a por la ciudadanía, argumento de un pragmatismo inquietante en la boca de quienes ahora lo utilizan. Por otro, se afirma que lo importante es que tras dicho liderazgo haya una línea política definida, argumento de mucha mayor sustancia pero de difícil aplicación a estos casos. Porque no es solo transparencia y participación lo que se echa en falta aquí, sino también —y tal vez sobre todo— precisamente una línea política definida, ausencia que intenta enmascararse tras una gestualidad de apariencia democrática (“lo que la gente decida”) pero que a duras penas consigue ocultar la existencia de unas actitudes subyacentes que los más críticos no han dudado en calificar como tacticistas, cuando no directamente oportunistas.
Con lo que regresamos a la viñeta que comentábamos al inicio del presente papel. En efecto, en el esquema que hemos reconstruido, es a los ciudadanos a los que parece corresponderles la tarea de presentar las propuestas para la solución a los problemas que tienen planteados. Repárese en que, de asumir esa tarea, se habría procedido a una radical inversión de los papeles de cada cual, de tal manera que se diría que para algunas formaciones son los ciudadanos los que en realidad representan a los políticos.
Pero tal vez lo que en apariencia podría considerarse una contradicción (indicio a su vez de tacticismo u oportunismo) constituya una forma profunda de coherencia. No descartemos que los liderazgos, fundamentalmente mediáticos, a cuyo surgimiento hemos asistido en estos tiempos, guarden poca relación con los de antaño. Quizá ahora de lo que se trate precisamente sea de que la imagen del líder (o lideresa) permanezca omnipresente, de que el ruido de sus declaraciones efímeras (hay quien ha saltado al estrellato por su amenaza de lanzar un zapato o una sandalia) devenga permanente. En realidad, la carta oculta siempre estuvo a la vista: el argumento de la nueva obra es precisamente su absoluta falta de argumento.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.
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