Bruce Springsteen: el final de una era
Pasados los días se acentúa la sensación de haber asistido a un concierto irrepetible
Todo y haber asistido a multitud de conciertos, muchos de ellos de Bruce Sprignsteen, lo visto y sentido el pasado sábado, sí con un sonido cuestionable y con todas las pegas racionales que se le puedan objetar, fue como una epifanía, algo sentimentalmente tan poderoso que la razón pasó a un merecido segundo plano. Nada importaba exceptuando que un señor en chaleco admirado incluso por señoras que odian a los hombres con chaleco, atrapó a 65.000 personas con su primera canción y sin apenas bajar el ritmo las dejó exhaustas, felices y emocionadas más de tres horas y media después. A algunos esa impresión nos duró 48 horas, pasadas las cuales los pensamientos se abrieron paso a través de la maraña de emociones, convertidas en lágrimas por más de un asistente al concierto cuando sonaba The River. Y la primera conclusión es que lo visto en el Camp Nou no se repetirá jamás, salvo que Springsteen vuelva con la misma banda, similar repertorio y una edad que le permita vaciarse tal y como lo hizo el sábado.
Y es así porque Bruce Springsteen es hijo del siglo XX, cuando la música era un póster que miraba desde la pared, una camiseta, una discusión con otros fans, pongamos de Madonna, en los que cada uno se articulaba como persona entorno a sus gustos musicales. La música era la vida y el vínculo con quienes eran como tú. Eso se acabó, la música no es hoy lo mismo. Además, a diferencia de otros grandes artistas, Springsteen ha formulado nítidos sentimientos de hombre común marcados por una ética proletaria, de currante nato, formulada en clave de rock, la lengua franca de las clases urbanas y blancas del pasado siglo en occidente. No es casual que al concierto apenas asistiesen menores de 25, pues se trataba del vigoroso canto del cisne de una era, el fin de un mundo que ya sólo existe entre adultos, quienes por ende percibieron con claridad que se puede ser enérgico sin parecer un viejo estrafalario que se resiste a aceptar su edad.
Se podrá decir lo que se quiera sobre la fascinación y sus trucos o sobre el mercadeo con la honestidad, pero todo ello, quizás porque en el ambiente palpitaba que podría ser una última vez, no pesó. Sólo contó la enorme emoción de participar en un momento histórico, ser parte del gozne de una puerta que se cierra almacenando los recuerdos de cuando los posters colgaban de las paredes. Pero para pensarlo hubieron de pasar 48 horas.
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