El rey que “cambió los pañales” a la capital
El legado de Carlos III, considerado el mejor alcalde de Madrid y de cuyo nacimiento se cumplen tres siglos, compone la trama urbana más singular de la ciudad
“Los madrileños son como los niños de pecho: cuando se les cambian los pañales, lloran”. Esta sentencia, atribuida a Carlos III, expresa la opinión sobre sus conciudadanos de aquel monarca, nacido en 1716, ahora hace 300 años, calificado por casi todos los historiadores como el mejor alcalde de la ciudad. Él la rediseñó, ornamentó y rigió con mano maestra. La sentencia evocaba las resistencias de los lugareños a admitir los cambios que, en apenas una década, transformaron la capital imperial, pocilga urbana hasta mediados del siglo XVIII, en la más aseada, mejor iluminada y empedrada de las capitales de la Europa de su tiempo.
La Puerta de Alcalá; el paseo y el edificio del Museo del Prado, antes Gabinete de Ciencias Naturales; el Jardín Botánico; las fuentes de Neptuno, Cibeles y Apolo; la Casa de Correos; la Real Casa de la Aduana, hoy Ministerio de Hacienda; el Hospital de San Carlos, hoy Museo Reina Sofía; el Observatorio Astronómico del Retiro; el Oratorio de Caballero de Gracia; el edificio de la Real Academia de la Historia, primera construcción plenamente ignífuga de la ciudad… Las obras que Carlos III impulsó, como el eje de la calle de Alcalá y el salón del Prado, con la plaza Mayor reconstruida, componen desde entonces la trama urbanística, arquitectónica y monumental más singular y característica de Madrid.
Fue precisamente Carlos III quien descubrió la eficacia política de la monumentalidad en un siglo como el suyo, el XVIII, en el cual, tras centurias de oscurantismo, a los tronos de Europa llegaba la brisa de la razón ilustrada, que el monarca supo aplicar durante las casi tres décadas de su reinado.
Carlos fue el primer habitante del Palacio Nuevo, como llamaron al Palacio Real, edificado por orden de su padre, Felipe V, tras arder el viejo alcázar de la anterior dinastía, los Austrias, emplazado sobre el mismo enclave.
Una obra descomunal
De los aproximadamente 175.000 moradores que Madrid tenía en la mitad de su reinado, la mayoría se beneficiaron del saneamiento, empedrado e higiene de 487 calles, 557 manzanas, 79 plazuelas, 62 barrios, 34 conventos, 20 cuarteles, 19 parroquias, 18 hospitales, dos bibliotecas públicas, dos casas de moneda y una casa de expósitos, cuyo saneamiento fue costeado con 250.000 reales de vellón.
Los madrileños también se beneficiaron de sus 30 fuentes públicas y 700 privadas, de las que manaba un agua “cuyo tesoro en calidad y abundancia en pocas partes le hay”, según rezaban las crónicas madrileñas de la época. 4.000 faroles de cristales finos, alimentados con cera de sebo, permanecían encendidos hasta la medianoche. Canalones de plomo hincados en los tejados encauzaban lluvias y nieves. La azulejería había comenzado a decorar los arrimaderos de las casas. Cañerías y minas del subsuelo fueron tendidas para abismar las aguas fecales hacia 4.000 pozos sépticos.
Aquel esfuerzo fue acometido bajo su reinado, al igual que la creación de las ciudades-modelo de San Lorenzo de El Escorial, Aranjuez y La Granja, miniaturas a escala del ideal de ciudad neoclásica, emulada asimismo en las mansiones nobiliarias madrileñas de Liria, Vistahermosa y Buenavista, con otras decenas de palacios habitados por unos 3.000 nobles, cuya construcción atrajo a miles de albañiles, obreros, fontaneros, doradores, broncistas, estañadores y un sinfín de oficios. Madrid fue, bajo el reinado de Carlos III, un enclave donde la razón se abrió paso, gracias a un monarca que, desde luego, no lo conocía todo, pero que sí sabía quiénes realmente sabían. Y tuvo la inteligencia de saber llamarlos a su lado y ponerlos a trabajar bajo sus órdenes. Una estatua en la Puerta del Sol le recuerda.
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