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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Casa Barral cierra

Así está Calafell ahora, con un alcalde socialista, un ayuntamiento sin concejalía de Cultura y un museo emblemático sin futuro

J. Ernesto Ayala-Dip

La semana pasada se supo que el alcalde de Calafell cierra la Casa Barral porque no tiene, aduce, personal suficiente para mantenerla abierta al público. El Ayuntamiento de Calafell tiene un alcalde socialista, que gobierna con Ciudadanos y el Partido Popular, y la oposición de Esquerra Republicana, Convergencia y la CUP. Tal estropicio cultural se acordó en pleno, dado que el organigrama municipal no contempla en su estructura la existencia de un concejal de Cultura.

Así que en esas está ese ayuntamiento. Con un alcalde socialista, un ayuntamiento sin concejalía de Cultura. Y un museo emblemático sin futuro: donde se reunían la memoria colectiva y la personal, la memoria que recogía el pasado pesquero del pueblo y el legado personal de uno de los hombres que más ha hecho por la cultura, no solo en Cataluña sino en todo el territorio español.

El primer pueblo de la costa catalana que conocí fue Calafell. Ocurrió en 1970. Llevaba apenas unos días en Europa. Me puse rápidamente en campaña para conseguir empleo y leyendo La Vanguardia, me enteré de la existencia de una agencia de colocación. Estaba situada en la plaza de Madrid, exactamente donde ahora hay un Decathlón. Llené un formulario y a los dos días me llamaron a mi pensión. Se trataba de ir a trabajar a un hotel de Calafell. Así que nos trasladaron inmediatamente en una furgoneta hasta el hotel y una vez allí, hacia las dos de la tarde, nos llevaron directamente a un comedor. En medio de la mesa, brillaba una hermosa paella. Éramos unos diez trabajadores de distintas zonas de España, y en poco tiempo dimos cuenta del arroz, la ensalada, el postre y los cafés.

Me esperaban horas de trabajo sin límite, un día de fiesta a la semana y unas horas de mar antes de regresar a la faena por la tarde. Todo pintaba muy bien. Un sueldo durante unos meses, buena comida y una habitación compartida entre tres. No bien liquidada la paella, el director del hotel nos llamó uno por uno para tener una charla. El gerente era un tipo muy simpático. Enseguida entramos en mi experiencia como ayudante de cocina. Le contesté que la mía en esa materia era casi nula, pero que era de rápido aprender. (En esa imprudente respuesta puse una enseñanza de un profesor de historia en el bachillerato, según la cual los persas en tiempos de Ciro el Grande exigían a los niños aprender a usar el arco y decir siempre la verdad).

Observé que mientras hablábamos el gerente no quitaba su vista de un libro que llevaba conmigo. Nos despedimos con un apretón de manos y nunca más lo volví a ver. Cuando me disponía a recoger de la furgoneta mi maleta para incorporarme a la faena, imaginándome ya otra opípara comida, el responsable de la agencia me llamó aparte y me dijo, tú no te quedas, vuelves a Barcelona.

Ya en la furgoneta, se dirigió a mí con furia, que quién me creía que era yo, que qué era eso de que iba a seguir estudiando y gilipolleces por el estilo, a ver si te enteras, chaval, para fregar cacerolas no necesitas leer, ni estudiar ni otras mariconadas, que la próxima vez si te preguntan, tú eres un as para quitar toda la mierda que te pongan a limpiar, ¿te enteras? Vaya si me enteré. A los pocos días me colocó en un restaurante de la calle Entenza, La Font del bosc, especializado en paellas.

Exactamente cuatro años más tarde comencé a trabajar para Barral Editores, como corrector de pruebas. Con Carlos Barral no hablé nunca. Pero lo veía por la editorial. Alguna vez lo vi charlar con Jaime Gil de Biedma, que recitaba a viva voz poemas de Eliot en inglés. Otras con Edmundo de Ory. Y si no recuerdo mal, una mañana lo vi charlar con uno de los grandes poetas latinoamericanos, Roberto Juarroz.

La segunda vez que visité Calafell me dije que esa vez nadie me iba a devolver a Barcelona. Carlos Barral ya había muerto. Me instalé unos días en un hotel con pensión completa. Paseaba y me sentaba en una terraza a leer cerca de su casa, el museo que un alcalde socialista cerrará a partir de junio. Un día entré y recorrí sus dependencias. Entre las fotos, había un retrato suyo. Al margen de su afilada inteligencia y de su principesca pose, me quedó grabada para siempre la mirada de un hombre generoso.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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