Aquellos años maravillosos
El cuarteto se entrega en El Sol a una lección de sonido campestre, tan clásico como esencial
Otros tiempos, otros estados de ánimo. Escuchar en los prolegómenos la fabulosa Time Ain't Nothing (Green on Red) convertida casi en murmullo y ronroneo por su creador, Dan Stuart, impele a la añoranza, al recuento de pérdidas que arroja un doloroso saldo de amargura. Podemos ser todo lo jóvenes de corazón que nos quiera indicar el estribillo, pero cuesta sustraerse al abismo de que tanto ese aperitivo sustancioso como la intervención central de The Long Ryders nos remontaban este martes en El Sol tres décadas atrás.
Desde entonces nos hemos vuelto modernísimos, ejercemos la egolatría digital, nos dejamos las pestañas en cacharros californianos ensamblados en la Conchinchina y ya casi nunca contabilizamos las palabras porque el papel se volatiliza y los bytes, oh, son infinitos. Pero el progreso no nos agasaja con apenas grupos tan sólidos, emocionantes y documentados como los Ryders, en su día damnificados por el liderazgo de REM y empequeñecidos luego por sucesores tan superlativos como Wilco o The Jayhawks. Llenazos como este, reedición de aquella visita ya eufórica a la misma sala en diciembre de 2014, sirven para reubicar en la historia a una banda que, pese a sus excelencias, se quedó en ese mismo limbo nebuloso de Lone Justice, Rain Parade o los propios Green on Red.
Cada cual se pondrá todo lo lánguido que proceda en función de los recuerdos y vivencias asociados a aquellos años maravillosos, pero escuchar hoy a Long Ryders (con "y" de Byrds, evidentemente) es un acto de goce y justicia. Sobre todo porque todo el rock esencial estadounidense, el que proviene de los caudalosos Dylan y Roger McGuinn para seguir el curso de la historia a través de los ilustres afluentes de Buffalo Springfield y Gram Parsons, transcurre frente a nuestras retinas ávidas. Sid Griffin es hoy un sexagenario afable y doctísimo que luce vestuario en consonancia con sus canas provectas. El bajista Tom Stevens aporta segundas voces eficaces pero puede hacerse con las riendas en acelerones como You Just Can't Ride the Boxcars Anymore. Y el guitarrista Stephen McCarthy, más que escudero, es una bendición. Desde la elegante Lights of Downtown a la finísima The Light Gets in the Way, solo Gary Louris canta con ese mimo.
Puede que el cuarteto de Kentucky gestione sus reencuentros como una oportunidad provechosa, una baza segura a sabiendas de que aquel repertorio ha superado el reto de la historia y hoy incluso acaba de ser objeto de una generosa caja antológica de cuatro cedés, Final Wild Songs. Es un aprovechamiento lícito, y más si aporta ese sabroso "top ten en Berlín Oeste" que fue I Want You Bad. El caso es que nos hacemos mayores, queridos. No solo Griffin y su colección de tirantes; también los demás. Pero es lo que hay. Lewis y Clark, protagonistas del clásico final de la noche, siguen, en cambio, tan lozanos. Ventajas de la música sin fecha en el matasellos.
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