Repensar la soberanía
La crisis europea pone de manifiesto la resistencia del estado soberano y la dificultad para crear formas de articulación alternativas. Pero también puede ser una oportunidad para resituar el debete sobre la nación
La provisionalidad del Gobierno español convierte la reunión entre el presidente Puigdemont y el presidente en funciones Rajoy en un brindis al sol. Si crear una comisión es tradicionalmente una vía muerta para los problemas que no se quieren afrontar, el encargo a los vicepresidentes Saenz de Santamaria y Junqueras para negociar algunas de las cuestiones planteadas por Puigdemont no tiene recorrido alguno, a dos meses de la repetición de las elecciones generales. Del nulo contenido de la reunión da cuenta lo fácil que fue resumirlo por parte de los dos interlocutores. Bastaron cinco palabras. “Sin ley no hay democracia”, sintetizó Rajoy. “Nos separa un abismo”, dijo Puigdemont.
La única noticia por tanto está en el momento escogido. Que el presidente catalán llegara al despacho de un presidente en funciones con tan extenso temario podría interpretarse que da por supuesto que seguirá en el cargo. Puigdemont transmite esta imagen de hombre tranquilo que ha servido para rebajar sensiblemente la tensión en Cataluña y que, a medio plazo, podría traducirse en el abandono paulatino de la estrategia de hitos históricos (9-N, 27-S, desconexión en 18 meses) que ha acabado generando una peligrosa espiral ciclotímica, de la euforia a la depresión y volver a empezar. Y, sin embargo, cada vez es más urgente dejar de alimentar hitos que después decaen (no será fácil explicar en 2017 que no hay desconexión a la vista) y empezar a reflexionar sobre vías que permitan alcanzar proyectos realmente sustantivos. La retroalimentación entre independentismo y unionismo puede haber dado dividendos a algunos durante un tiempo, pero no creo que sea indefinidamente sostenible. Y cuando la ciudadanía se fatiga de andar por el fango sin dar el paso definitivo, acostumbra a perder el más débil.
A raíz de un seminario en Barcelona en torno a José Álvarez Junco, Josep Maria Vallès abrió un tema de debate que tiene recorrido. “La dificultad”, decía el profesor, “no está sólo en el concepto de nación sino en seguir asociando nación y estado soberano, una asociación anterior a la aceptación del principio democrático y a la consumación de la globalización”. El propio Vallès reconoce que este vínculo está muy arraigado. Y que resulta “indestructible” para soberanistas y constitucionalistas. Es su territorio de confrontación.
La crisis europea juega además a su favor, porque pone de manifiesto la resistencia del estado soberano y la dificultad para crear formas de articulación alternativas. Pero también puede ser una oportunidad en la medida en que Europa debe resolver su amenazada gobernabilidad, salvo que se dé por inevitable el retorno a la fragmentación. Situado en este plano el debate gana en escala, se hace menos local. Y, por tanto, más susceptible de distanciarlo de las querellas de vecindario.
No se trata de negarle al soberanismo catalán un derecho que nadie niega al soberanismo español, por haber llegado tarde a la historia. Se debería explorar la manera de recomponer la ecuación clásica: pueblo soberano más ciudadanía igual a estado, más allá de la cuestión nacional. Empezando por reconsiderar el principio de base aristotélico de que toda nación es una potencia que sólo tiene una realización posible: convertirse en acto como Estado. Y avanzando en la propagación de la segunda revolución laica: la que supera la simple correlación entre una nación, una lengua y un estado y abre el juego a otro tipo de combinaciones. Lo contrario es quedarnos permanentemente en el impasse: el demos español se da por constituido a costa de la negación de un demos catalán, por el simple principio de los hechos consumados. Un diálogo de sordos, perfectamente reflejado en las dos frases citadas de los dos presidentes tras su reunión.
Cataluña tiene razón en no aceptar que se le niegue lo que se reconoce a otros si tienen el respaldo de una mayoría suficiente. Pero si el debate se abre a otras formas de articulación supranacional, algo urgente si Europa no quiere desfallecer en la globalización, la cuestión tiene otro cariz, porque las renuncias serían para todos. Aunque también hay que decir que, de momento, las cosas no van por este camino. Los primeros golpes de la globalización provocan miedo y favorecen el repliegue sobre los espacios reconocibles de siempre.
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