Cervantes en aprietos
Si algo parecido al Cervantes maduro viviese en nuestro tiempo, ¿qué diría? Podría estar por un gobierno a tres bandas y sin duda expresaría de nuevo su interés por los catalanes, una especie que le tuvo pasmado hasta el final de su vida
No es disculpable la majadería que me he preguntado y me han preguntado más de una vez en las últimas semanas, pero voy a incurrir en ella con la esperanza de no enfadar (demasiado) a nadie. Sospecho que si algo parecido al Cervantes maduro que imagino viviese en nuestro tiempo, metido en la vida de hoy mismo, se inclinaría por una solución estabilizadora.
Le haría poca gracia la verbosidad y la falta de compostura de los diputados de Podemos (aunque menos gracia le harían todavía los votantes de Podemos y sus pintas); le haría más gracia Pedro Sánchez y su perfil discreto y de poco ruido, aunque echaría de menos algo de brío y electricidad, y, sin que sintiese demasiada empatía ni simpatía por Rivera y Ciudadanos, entendería su papel intermedio como parte del bien deseable (y posible) en la actual encrucijada política.
Dicho sin rodeos, podría estar por un gobierno a tres bandas, a pesar de su imposibilidad congénita. Yo discutiría con él acalorado, mientras iría alejándose a caballo sin ganas de alterarse y ya muy cansado; le diría que a Juan José Millás esa le parece solución poco creativa y muy descafeinada; yo insistiría en el intento de restituir al PSOE a posiciones socialdemócratas más firmes con la ayuda de Podemos y contra la desigualdad formidable, y posiblemente Cervantes contestaría con un psi, con un psa, y sobre todo con un sí, pero, que dejaría las cosas sin solución y querría decir que no: ahí se acabaría la conversación, y apenas se giraría sobre la montura para despedirse con el gesto un tanto desolado por mis cabriolas juveniles (¡a los 50 años!).
Sólo podría rescatarlo de su desengaño ante mi majadería (y la de Millás) contándole que soy catalán. Quizá eso, al menos por un momento, podría sacarlo de sus cavilaciones. Los catalanes le interesaron y de ellos habló desde su primera obra de semi juventud hasta la última, rematada ya a sus casi 70 años. Puede que ahí retomase su viejo interés por una especie que le tuvo pasmado hasta el final de su vida por un rasgo tan llamativo que eran dos rasgos. Al hilo de una aventura del Persiles cuenta lo que le parece el modo de proceder de los catalanes como “gente enojada, terrible”, que es a la vez gente “pacífica, suave”. Las dos cosas a la vez están, quizá, en la raíz de la más singular de todas. Son, sobre todo, "gente que con facilidad da la vida por la honra y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo”.
Este Cervantes habla perplejo de la indocilidad y hasta sospecha con la retranca irónica de su vejez que, al menos los “corteses catalanes”, se sienten agredidos a la mínima de cambio y en seguida saltan de tal modo que la defensa de sí mismos se confunde con la defensa de la nación más adelantada del mundo. Si la majadería mía no le ha derribado ya del caballo, no deja de ser un modo un tanto irónico de recelar de un considerable orgullo mezclado de alta suspicacia. Casi diría que semejante diagnóstico podría pasar por la prueba irrefutable de haber tratado a algunos catalanes impetuosos, o como mínimo a dos, que sin embargo carecen de esos rasgos. Son dos bandoleros, uno sin nombre y otro con nombre. El primero es un “valeroso caballero catalán”, que es mejor persona que los jueces (también catalanes) que injustamente sentencian a muerte a un personaje de La Galatea.
Pero el segundo bandolero lleva nombre, es público y muy conocido, y cuando Cervantes lo retrata con complicidad elogiosa se ha reintegrado a los tercios para combatir por la cristiandad, redimiéndose así de su vida de forajido. Roque Guinard es ejemplo y modelo de caballero porque reparte el botín “con tanta legalidad y prudencia” que no parece bandolero y “no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva”, que es el fin que justifica el uso de las armas. Pudo oírle hablar Cervantes, o al menos debió oír esa “graciosa lengua” catalana, “con quien solo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable”, aunque sigo creyendo que la ciudad de sus amores pudo ser la Lisboa de entonces, y no sé si la de ahora, con su nuevo brío. Quizá sí.
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