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Premio a los delatores

Los delatores, sin arrepentimiento, escapan del barco vendiendo a sus compañeros y socios

José María Mena

Han empezado a cantar. En Valencia, Palma de Mallorca o Madrid, los investigados o acusados por corrupción del PP están empezando a entonar a coro el mea culpa, a confesar a las autoridades los negocios de corrupción en que han participado. Ya no se trata de algún caso excepcional. Son muchos los que han empezado a romper el silencio a cuyo amparo, durante tantos años, navegaba a toda máquina el buque del PP, con la pestilente carga de intereses económicos vinculados a su poder político. Es inútil decir los nombres, porque la lista sería obsoleta mañana. Es inútil que Rajoy diga a Jordi Évole que la corrupción del PP no es sistémica, que solo son 25 o 50 casos excepcionales. Es inútil que el ministro Fernández Díaz siga manteniendo, porque no se ha excusado de haberlo dicho, que “llama la atención que las actuaciones judiciales en materia de corrupción sólo afecten al PP en un momento político tan delicado”, pues él “no cree en la casualidad”. Y es inútil porque quien confiesa y delata es su propia voz política, la de sus compañeros de partido.

La gente intuye, o sabe, que si cantan ahora es para obtener una ventaja en el proceso en que están implicados. Y se pregunta si esto es legal, si es justo. Hasta principio del siglo XIX en ningún país europeo se premiaba al delator, salvo en asuntos excepcionales de traición o relacionados con el interés directo del monarca. Fue el filósofo Bentham, paradigma del pensamiento utilitarista anglosajón aplicado al ámbito jurídico-penal, el primero que entendió preferible “la impunidad de uno de los cómplices que la de todos”. Proponía premiar al delator perdonando o rebajando su pena, pese al peligro de que “entre muchos criminales, el más malo no sólo quedará sin castigo, sino que podrá ser también recompensado”. Porque, en efecto, generalmente los que más saben del conjunto de las fechorías del grupo son los que más arriba están en su organización. Son los que pueden comprar su pronta libertad a mejor precio, con más delaciones, y más sustanciosas. Al precio de escapar de su propio barco, cuando se hunde.

La moderna legislación premial nace en Italia en 1978 para estimular con premios de benevolencia penal a los pentiti, los arrepentidos, particularmente mafiosos. Inicialmente la justicia italiana fue muy generosa, permitiendo en ocasiones, según la importancia de la colaboración, no sólo una mera reducción de la pena, sino incluso una remisión total. El sistema de premiar a los arrepentidos fue eficaz, pero ha sido criticado en Italia por sus riesgos, por el encaje procesal de sus informaciones, por la dudosa veracidad de los pentiti, y por la discutible constitucionalidad del modo de obtener sus confesiones.

En España también se ha optado por el utilitarismo pragmático. Hasta 1995 había una circunstancia atenuante que permitía rebajar la pena si el delincuente, antes de empezar el proceso, confesaba su delito “por impulsos de arrepentimiento espontáneo”. La dimensión moral del arrepentimiento fue perdiendo su valor, poco a poco. Hoy ya es indiferente la moralidad del arrepentimiento o el momento de la confesión. Se permite hasta la “confesión tardía”, ya empezado el juicio. Sólo interesa que el delator facilite la actividad policial y judicial, en el momento que sea, y por la razón que sea, moral, o de ventaja personal. Naturalmente, la primera condición para acceder al beneficio penal es que el delator confiese la verdad, toda la verdad. No valen mentiras, ocultaciones ni insuficiencias que confundan al juez a favor del delator. Por ejemplo, la famosa confesión de Pujol, autoacusación mendaz con el enredo de la herencia paterna, de ningún modo podrá tener ninguna ventaja penal.

El Tribunal Supremo dice que la ventaja, la bonificación, dependerá de la utilidad práctica de la confesión, para la mejor o más rápida persecución de los demás miembros del grupo criminal. Y también dependerá de la importancia de los datos confesados, según la importancia de los delitos o de los responsables delatados. El delator o arrepentido, de todos modos, será condenado por el delito confesado, pero la bonificación puede llegar a rebajar la pena hasta su suspensión, es decir, hasta ni siquiera entrar en la cárcel.

Los delatores, sin arrepentimiento, escapan del barco vendiendo a sus compañeros y socios. El buque del PP, con su pestilente carga, ha empezado a zozobrar. Pero no se hunde porque cantan. Cantan, solamente, porque ha empezado a hundirse.

José María Mena fue fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

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