Del parque temático a la entropía
A estas alturas uno se pregunta si el Ayuntamiento de Barcelona se propone aplicar el modelo 'top manta' a la cultura
Que la cultura catalana hoy manifiesta características de parque temático parece no importar mucho a los guardianes de la esencia de Cataluña. De hecho, el nacionalismo y, en consecuencia, el secesionismo han puesto las instituciones culturales a disposición de un gran decorado que ya desde el auge pujolista incentivaba la cantidad sobre calidad. En realidad, de todos modos, el intelectual orgánico del pujolismo siempre fue Jordi Pujol. Los demás eran personajes secundarios, con o sin despacho. Todo este pasado se suma a las inercias vegetativas del presente hasta aproximarse al riesgo de la entropía, en términos analógicos: como incertidumbre o desorden molecular. Un terremoto que deja en ruinas una ciudad es un paradigma de entropía. Respecto a la cultura catalana, hay quien pretende persistir en el constructivismo nacionalista y quien considera la entropía como una forma de catarsis para distinguir entre el bosque y los árboles. Lo que más abunda, por supuesto, es el desinterés público por estos asuntos, con lo que el dinero del contribuyente sigue fluyendo hacia la nada cultural, la transgresión más moderna entre todas las transgresiones o el oficialismo secesionista, de dudosa creatividad intelectual. Es como una versión transexual de Els pastorets.
Mientras la conspiración montserratina que irritaba tanto a Tarradellas o Josep Pla se mustia en las páginas de Serra d'Or —la Serra de Plom, según las cartas entre Joan Sales y Mercè Rodoreda—, hemos pasado a un populismo cultural que, desde el punto de vista de la independencia, llevó a la conmemoración acrítica de 1714 y ahora —entre la CUP y los gestos de Ada Colau— a un xaronisme más bien pre-moderno, secuela muy peculiar del deterioro causado por el postmodernismo. Más entropía. A estas alturas uno se pregunta si el Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, se propone aplicar el modelo top manta a la cultura. La brecha entre la cultura real y la cultura institucional se extrema. Los buscadores de renta apostaron hace unos años por la gran desconexión, con beneficios vistosos pero posiblemente menguantes, mientras que la verdadera cultura es ahora un mundo ecléctico de lamentaciones, desconciertos y de iniciativas dispersas. La cultura institucional —costosa, burocrática y excluyente— opera en el vacío y de espaldas a la cultura real, es decir, a las iniciativas individuales. Estas circunstancias obstaculizan las expansiones de la creatividad —ya tangible en la Barcelona de la post-crisis— si no es que la coartan.
Tal vez estemos en un escenario de destrucción creativa, con la oportunidad de salirse del parque temático y de no entrar en la entropía, si no es demasiado tarde. Una opción puede ser la des-institucionalización de la cultura catalana. Por contraste con una vitalidad creativa que busca oxígeno, las instituciones han ido fosilizándose, generando inercias que a su vez generan mediocridad, faccionalismo, burocracia, megalomanía grotesca y anemia intelectual. Son inercias tóxicas, a la espera de una ley de fundaciones y mecenazgo que liberase energías e iniciativa privada, con los poderes autonómicos como subsidiarios de la sociedad. Por ejemplo, en el mantenimiento de las grandes infraestructuras culturales. La práctica de la subsidiariedad “des-anquilosa” la cultura como forma de bien común. Fundamentalmente, “des-institucionaliza”.
La interacción entre la cultura catalana y la sociedad es de cada vez más débil, como ocurre en otros países. En el horizonte independentista identificamos una suerte de nuevo folklore intelectual, la aparición de un búnker de arquitectura “Koiné” y la voluntad de un choque esquemático, como ocurrió otras veces, entre la marca Barcelona y esa Cataluña profunda que prácticamente ya no existe. Incomoda toda comparación entre la década de los sesenta del siglo pasado y la actualidad porque la diferencia es inmensa. A saber si se consumará el eclipse de los lectores ilustrados, los que buscaban editores como Vergés, Sales o Cruzet. La decepción por el ilusionismo del procés también pudiera ser una bocanada de aire nuevo pero ¿reforzará la relación entre cultura y sociedad o se concretará en gestos de agotamiento? No se puede confiar, por supuesto, en que la precaria cultura del secesionismo decida por una vez reconocer sus errores. El procés ha representado impulsar una tarea reduccionista. En resumen, el secesionismo ha simplificado las cosas —el ritmo histórico, las realidades sociales, el determinismo nacional— hasta el extremo, sin tener en consideración que el mundo puede ser más aleatorio de lo que suponíamos. Y así está siendo.
Valentí Puig es escritor.
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