Los secretos del juez
En aquello que no es noticia, hay siempre un colchón mullido, variopinto, a veces interesante y en ocasiones secreto
Hemos acordado que la crónica queda fuera del cuadrilátero de la noticia. Y en aquello que no es noticia, hay siempre un colchón mullido, variopinto, a veces interesante y en ocasiones secreto. Como esta historia, adulterada, pero cierta en esencia, para que el lector decida si debiera haber sido noticia, o no.
Un día, hace no tanto, una buena persona y amiga me llamó. Hacía tiempo que estábamos desconectadas, en parte por las tensiones de una profesión en la que la línea que separa la amistad del trabajo es difusa. Pero aquel día necesitaba verme, y con algo de urgencia.
Mi amiga, cotilla de profesión, había descubierto una cosa que no podía aguantar, pero que tampoco sabía gestionar. Así que decidió que lo mejor era contármelo a mí. “Tú sabrás qué hacer”, me dijo, como si los periodistas supiésemos algo. Y me mostró unas fotos claras y contundentes que afectaban a un juez.
Después de verlas me pasé semanas dándole vueltas. Quizá algo más que semanas. Quizá dos o tres meses. Quizá incluso más tiempo, de manera algo obsesiva. No había lugar a duda, ese juez ofrecía servicios sexuales, a quien pudiese pagarlos, en un foro público, mostrándose en unas fotos en las que cualquiera podía reconocerle. “Cada uno hace con su vida lo que quiere”; “en la guerra y en el sexo todo se vale”; “si es voluntario, ¿qué más da?”; “nuestra educación judeocristiana pesa como una losa”.
Mi amiga y yo nos repetimos, la una a la otra, como un mantra, todas las consignas posibles para desactivar nuestros prejuicios y olvidarnos del tema. Pero cuanto más hablábamos de ello, más matices encontrábamos al asunto: “¿Qué puede pasar si esa información cae en manos de la persona no adecuada?”; “¿podrían extorsionar al juez para que dictase sentencias injustas?” E íbamos más allá: “¿Por qué lo hace?”; “¿necesita dinero para algo?”; “¿está en riesgo su salud?”; “¿y si se enteran sus jefes? ¿está su carrera acabada?”.
Ambas nos vimos envueltas en la adicción al F5. Cada día, visitábamos la red a la caza de novedades. Nos convertimos en espías de la vida privada de un funcionario público. A mi amiga además le estaba ocasionando algún que otro problema conyugal. A mí me arrebataba demasiadas horas de sueño. Así que decidimos parar. Dejamos de pensar en la historia, dejamos de hablar de él y fingimos olvidarlo.
Hasta que un día me levanté y tomé la decisión: iría a ver al juez. “¿Con qué objetivo? ¿Publicarlo?”, me pregunté. No, claro, no, eso no era publicable. Aunque indudablemente tenía interés. Un juez que en entre otros temas lleva causas por explotación sexual se prostituye. ¿Pero era ético contarlo? En una noticia (esto no es una noticia, es una crónica) no se puede adulterar la realidad. Sería un linchamiento.
Quedé con el juez en una cafetería de un pueblo escondido. Estaba relajado. Empezamos a charlar, hablamos de política, de la crisis, de las navidades, hasta que saqué a bocajarro el tema, y le enseñé las fotos... “Creo que eres tú”, le dije.
Mi amiga se había ofrecido a acompañarme. Temía que en un arranque me hiciese algo. Pero tengo comprobado que en España nadie ataca a un periodista: ni un triple asesino, ni un pandillero, ni un juez en apuros. En esa ocasión, de nuevo la realidad fue generosa y me dio la razón.
“Es solo una fantasía, nunca lo he llevado a cabo”, empezó él, sereno, incluso aliviado. “Sabía que un día me encontrarían y ese día es hoy”. Luego habló de la muy desconocida prostitución masculina, y de qué se siente al hacerlo. Quiénes son las mujeres que pagan, cómo fue su primera vez...
Le pregunté si sus compañeros lo sabían. Me dijo que nadie le había dicho nada. Mientras hablaba, jugaba con una copa de balón llena de cerveza. La pasaba de una mano a otra, acelerado, y cada vez detallaba más desde cuándo, cómo y dónde lo hacía. Le señalé lo delicado del asunto, lo que podía pasar si alguien publicaba esa información con nombres y apellidos, que por otra parte estaba en la red, pública. Ni siquiera hacía falta una confirmación. Al final se le cayó la copa, que se hizo añicos, y la poca cerveza que quedaba resbaló por la mesa.
Le propuse contarlo todo en El País, que escribiese una tribuna sobre un tema tan delicado como la prostitución: ¿existen las personas que la ejercen libremente? Él además sería una voz autorizada porque había visto pasar por su sala a decenas de víctimas de explotación sexual. Podía hacer un dibujo certero de la realidad.
Pero no quiso. Ni siquiera tenía claro que él, que aparentemente solo jugaba, lo hiciese de manera absolutamente libre. Así que me dijo que lo quitaría todo. Yo me quedé con la insatisfacción de la incomprensión, de no saber qué le movía, de desconocer si había algo más oculto que le condicionaba como juez.
Nunca más volví a saber de él. Mi amiga y yo vivimos hoy sin sobresaltos una vida gris. Ella ha dejado de tener problemas conyugales, y yo pierdo las noches con cosas muchos menos interesantes. Pero la duda sigue ahí. Usted lector, al que jamás podríamos interpelar en una noticia (pero esto no es noticia, es crónica): ¿cree que deberíamos haberlo contado?
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