Barcelona y la memoria
La dignidad ciudadana exige que ser especialmente activas en los nombres de connotados miembros de la dictadura salgan del nomenclátor público. Tampoco deben ser honrados quienes, como Antonio López, comerciaron con la esclavitud
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La preservación de la memoria de la libertad es algo que permite calibrar la calidad democrática de un país. Cómo afronten sus instituciones representativas la reparación de las víctimas de dictaduras, la dignidad ciudadana de los que dieron lo mejor de sí mismos por la recuperación de las libertades, y las políticas públicas de pedagogía cívica de los valores democráticos frente al pasado totalitario, son tres factores decisivos para evaluar su grado de compromiso. “Barcelona ha sido una ciudad inmoral en memoria democrática”, así se expresaba, y con razón, hace unas semanas en este diario el nuevo Comisionado de Programas de Memoria del Ayuntamiento de Barcelona. Sin duda ésta es una valoración aplicable, e incluso con mayor grado de contundencia, a otras ciudades en Cataluña y en España y sus respectivas instituciones. Buena prueba es que hasta 2007 no se aprobó una modesta ley de la llamada memoria histórica, ignorada después por gran parte de las administraciones públicas obligadas a hacerla cumplir, como lo muestra la permanencia por doquier de símbolos franquistas.
Un ejemplo lacerante de esta inmoralidad general ha sido la configuración de una imagen del pasado, cultivada desde el poder público en los años ochenta, basada en el olvido y en la equiparación de las causas de la Guerra Civil. Porque una cosa era el respecto sin distinción a todos los muertos y otra muy distinta poner en el mismo plano de la memoria las instituciones democráticas de la II República y las de aquellos que la destruyeron con un golpe de Estado y la guerra que le siguió. El proceso de la transición a la democracia, tan positivo por el resultado obtenido —amnistía de los presos políticos, restauración de las libertades y la autonomía política como forma de organización territorial del poder—, ofreció sin embargo, entre otros, el déficit de la memoria democrática que gobiernos posteriores, especialmente legitimados para hacerlo, ni repararon ni tan solo paliaron.
Otro ejemplo: las políticas de memoria democrática han de evitar que nombres de connotados miembros de la dictadura permanezcan en el nomenclátor público. El Comisionado se refería, entre otros, al caso de Eduardo Aunós, ahora Eduard —¡vaya por donde!—, un leridano ministro en la dictadura de Primo de Rivera y después de Justicia en los primeros años (1943-45) de la dictadura, un período especialmente duro en la negra noche del franquismo, en la que eran habituales los fusilamientos de madrugada en el Campo de la Bota. Ejecuciones que se hacían en aplicación de aberraciones jurídicas como la Ley de 2 de marzo de 1943, que definía y sancionaba el delito de rebelión militar, destinado a ciudadanos que habían defendido la República, un régimen democrático que había sido víctima, precisamente, de una rebelión militar contra sus instituciones. Es indiscutible que, como criterio general, una ciudad no puede mantener el nombre de individuos como éste con las manos manchadas de sangre.
Siguiendo con las políticas de memoria, resulta sorprendente y en todo caso paradójico que una ciudad que fue bombardeada por las tropas italianas que apoyaban a Franco y que rememora frente al Coliseum la masacre del 17 de marzo de 1938, honore no lejos de la Gran Vía, con una arrogante estatua —pasto, todo sea dicho, de las deposiciones de las aves que pululan por Pau Claris y Via Laietana— a Cambó, quien junto a otros patricios de la ciudad ayudó financieramente a la causa del dictador. Contradictoria, por muy loable que fuese su labor de mecenazgo a través de la Bernat Metge de la traducción de autores greco-latinos a la lengua catalana.
Hablando de patricios, también habría de ser un criterio preeminente de referencia para las políticas de memoria la defensa de la libertad de los humanos, un patrimonio del que una ciudad siempre ha de sentirse cívicamente orgullosa. Por ello, otros criterios habrían ser secundarios; por ejemplo, la labor en el ámbito empresarial o en la promoción del progreso económico. En este contexto, y sin abandonar Barcelona donde tiene dedicada una estatua, emerge la figura de Antonio López, empresario naviero a quien los trabajos de reputados historiadores ubican en el terreno del esclavismo en el comercio con Cuba. Por más audaz y emprendedor que fuese, ese pasado de aprovechamiento económico basado en la ignominia humana que fue la esclavitud, en ningún caso puede ser motivo para que una ciudad le honre. Todo lo contrario, una ciudad que reivindique su memoria democrática no puede mirar hacia otro lado. De hacerlo, el argumento en su defensa sería estúpido y sobre todo institucionalmente lamentable.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la UPF.
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