¿Innovar o competir?
La revolución tecnológica favorece la economía colaborativa. Es el momento de tener en cuenta quién gana y quién pierde en el desarrollo de oportunidades
En la lógica que ha presidido el funcionamiento de la economía de mercado desde siempre, la pujanza de una empresa vendría determinada por la capacidad de presentar productos o servicios propios, de mejor calidad y prestaciones que la de sus competidores. La apropiación de la innovación sería la clave de su fuerza. Sobre ese principio se organizó todo el sistema de propiedad intelectual, patentes y registro de marcas y especificidades técnicas. ¿Cómo afecta la revolución tecnológica esos principios hasta ahora hegemónicos?
Todo hace suponer que afecta de manera muy directa. Podríamos estar en el punto en que la innovación más potente provenga de espacios abiertos, que en vez de tratar de apropiarse del conocimiento y de la inventiva propia, vean más eficaz y eficiente colaborar con otros que están trabajando en ese mismo sector o tema. Colaborar sería más eficaz y rentable que competir. Si llegamos a la conclusión que cuanto más abierto sea un proceso de generación de valor, más valor generaremos, entonces el problema será quién acaba apropiándose de ello. Sería contradictorio propiciar procesos colectivos de generación de valor y no preocuparse por la captura privada y mercantilizada de los resultados.
En este punto estamos cuando hablamos de economía colaborativa o de producción abierta y en común. Llevamos años constatando cómo la capacidad de incorporar conocimiento de manera colectiva y abierta cambiaba la producción de software o el mundo de las enciclopedias. O como la posibilidad de no pasar por las intermediaciones que no aportaban valor, saltando por encima de regulaciones establecidas en otros contextos, provocaban graves disrupciones en la industria del ocio, los derechos de autor, el transporte y la movilidad, o la oferta de habitaciones o apartamentos en las ciudades del mundo. Pero no en todos los casos, esas alteraciones y disrupciones han supuesto la generación y asentamiento de prácticas colectivas de apropiación de valor, sino que en muchos casos han aparecido nuevos espacios de intermediación (modelo Silicon Valley; UBER, Airbnb) que logran extraer de manera privativa lo que otros ponen en común.
Hoy, cuando las instituciones y administraciones públicas, desde el Ayuntamiento de Barcelona hasta la UE, pasando por la Generalitat, empiezan a querer intervenir, es el momento de empezar a discriminar y politizar (en el sentido de tener en cuenta quién gana y quién pierde en cada caso). Estableciendo pautas que permitan, en mi opinión, incrementar al máximo el beneficio colectivo, el valor común de las nuevas oportunidades, evitando al mismo tiempo la inseguridad jurídica que rodea a muchas de esas iniciativas y a las relaciones y obligaciones laborales y fiscales que comportan.
Las recientes jornadas sobre “Economía colaborativa y procomún” celebradas en "Barcelona Activa" (procomuns.net), con centenares de asistentes y muchos expertos de toda Europa, constataron la importancia en la ciudad del sector de economía colaborativa en su vertiente procomún (Guifi.net; Goteo…). Y sirvieron para constatar la necesidad de aprovechar esa dinámica emergente para cambiar las políticas, propiciando lógicas de producción y desarrollo económico que eviten los graves problemas de desigualdad y de precarización generalizada que afectan a la economía convencional y competitiva. Y ahí el papel de las administraciones públicas debe ser clave, ya que pueden ayudar a que se enraizen y consoliden territorialmente esas iniciativas, generando círculos virtuosos entre inversión pública en innovación y retornos sociales y económicos localmente resilientes.
No es totalmente colaborativa toda la economía que aparente serlo, ni forzosamente es sin ánimo de lucro toda la economía colaborativa y procomún que va surgiendo. Los discriminantes son el tipo de gobernanza que utilizan (más cerrado y opaco unos, más transparente y participativo otros); el tipo de software y de gestión de los datos (propietario y cerrado unos, más libre y abierto otros); la gestión del conocimiento (cerrado unos, abierto otros); o la gestión del excedente (estrictamente privado unos, más responsable en términos sociales, de género y medioambientales, otros).
La realidad es mucho menos binaria y más compleja, pero sí que es importante en momentos como los actuales de ebullición y riqueza de iniciativas, poder discutir de costes y beneficios, poder pensar políticas en un sentido u en otro, y no quedar atrapados por lógicas que aparentemente — solo aparentemente— nadie puede controlar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.