Emperadores desnudos
Ocurren a diario despropósitos como que Europa decida de repente saltarse las propias normas. La burla sostenida frente al sufrimiento genera una incredulidad paralizante
Son tiempos de incredulidades. Parece que la única reacción razonable ante muchas de las noticias que ocupan nuestra actualidad es la boca abierta. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible, por ejemplo, que Europa acuerde saltarse sus propias normas y los derechos fundamentales para no aceptar a los refugiados sirios, ese rostro de lo que fuimos nosotros tantas veces en el siglo XX? Esta semana descubríamos que en el acuerdo entre Turquía y la Unión Europea, nuestros gobernantes decidían ignorar la Convención de Ginebra y eliminar la posibilidad de pedir asilo en la UE, pagando millones de euros a Turquía para poder mirar para otro lado.
Curiosamente, la Europa en la que partidos de extrema derecha y con un discurso racista atrapan más del 20% de los votos en varios países, mira con superioridad moral a unos Estados Unidos fascinados con Donald Trump. Con tanta viga en el ojo propio resulta difícil señalar con credibilidad la paja en el ajeno. Nuestro emperador va desnudo, pero en lugar de gritarlo por los balcones insistimos en frotarnos la mirada, confiando en que la próxima vez que fijemos la vista las cosas hayan cambiado. Optimismo del intelecto sin atisbo de voluntad.
Más cerca, vemos cómo el tercio de la población española en riesgo de pobreza o exclusión social permanece inalterable mientras remontan los precios de la vivienda y los artículos de consumo. En esta cuesta de enero eterna (¡siete años ya de crisis!), la actualidad permanece secuestrada por los pactos en las alturas, los combates de testosterona y un hilo musical insoportable que suelta sin cesar casos de corrupción y saqueo de lo público para rellenar bolsillos privados. Pero hasta aquí todo bien, insisten. El emperador no va desnudo, es que tiene calor y ha decidido salir a lucirse al natural, entre los aplausos de los que siempre preferirán arrimarse al árbol que conocen que apostar por untar a las semillas de lo nuevo. Más vale malo conocido. En las orillas del espectáculo, los de la boca abierta no dan crédito. ¿Cómo puede ser?
A la vuelta de la esquina, algunos deciden cambiar el decorado de la obra de teatro que representan desde 2012 sin levantar sospecha alguna. Los independentistas que ayer contaban en la trinchera enemiga a quien dudara de “la voluntad del pueblo” y sus representantes, se acercan hoy a figuras mitológicas condenadas durante meses como el referéndum a la escocesa o el federalismo. Sin despeinarse, los que ayer forzaron alianzas en base al eje nacional por el bien de una independencia que se prometía inmediata (“las últimas elecciones de la Catalunya autonómica”) hoy recuperan a sus aliados naturales para aprobar presupuestos, mantener privilegios y apuntalar un statu quo que jamás dejó de ser prioritario. Que cambie todo para que no cambie nada. Al emperador no le tapa ya ni la estelada.
En el cuento de Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador, cuando el monarca sale a la calle con una tela invisible para los estúpidos, un niño rompe el hechizo y rebela lo que todos ven pero nadie se atreve a expresar, que el emperador va desnudo, y que decirlo no es de estúpidos, sino de lúcidos. En el cuento, basta un bocado de realidad, una verdad, para romper el hechizo y empoderar a los de la boca abierta. Basta un niño para que en un ejercicio de empatía social todos digan basta al timo. Y ¿cómo podría ser de otra forma? ¿Se imaginan un cuento en el que el emperador fuera desnudo y ante la evidencia y la denuncia la mayoría se limitara a mirar hacia otro lado, a hacer como que no pasa nada, incapaces de enfrentarse a su propio ridículo?
Sin embargo, este extremo, imposible de incorporar en ningún cuento para niños y niñas (¡inténtenlo!), es una de las más certeras y más trágicas imágenes que ilustran el momento actual. Ante el despropósito, la incredulidad paralizante. Ante la burla sostenida frente al sufrimiento, los ojos cerrados. Ante la tomadura de pelo, la negación auto-impuesta.
Quizás hará falta un Howard Beale que grite desde los televisores: I am mad as hell and I am not going to take it anymore! O un movimiento de lucidez que tome las urnas para darles la vuelta. O más niños y niñas que nos pregunten lo obvio. Pero algo hará falta, porque esta procesión incansable de emperadores desnudos se hace ya insoportable.
Gemma Galdon es doctora en Políticas Públicas.
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