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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Gil de Biedma en Portbou

Me he situado de nuevo en esa panorámica de gran angular donde Antonio Machado y Walter Benjamin sucumbieron hace tres cuartos de siglo al azote de las tropas franquistas y de la Gestapo

Los avatares de Antonio Machado y Walter Benjamin se citan en el Coll dels Belitres. El 10 de febrero de 1939 se consumó, con la toma de Portbou, donde los Pirineos se juntan con el mar, la caída de Cataluña a manos de la IV división de Navarra al mando del general José Solchaga. El sinuoso camino entre Portbou y Cerbère, con la frontera apostada justamente en ese paso montañoso, hoy citado solo por los furiosos golpes de la tramontana, se convirtió entonces en el sumidero de los decenas de miles de españoles que huían de las tropas franquistas: una caravana rota de hombres, mujeres y ancianos republicanos a pie, de coches destartalados y de mulas reventadas, que formaba el terrible éxodo de dos kilómetros en pos de la redención francesa. Por esas peñas peladas se arrastraron los maltrechos cuerpos de Antonio Machado y su madre hasta quedar varados en Cotlliure.

Mientras tanto, Ernesto Giménez Caballero, tan ideólogo fascista como Rafael Sánchez Mazas, levantaba acta de su entrada triunfal en Portbou junto al general Solchaga en ¡Hay Pirineos! Consumaba en ese panfleto exaltado “la glaciación intelectual que se avecinaba” (y aún dura) en España, como ha reconstruido José Carlos Mainer. Lo hacía pisoteando con furia un ejemplar de Hora de España en la estación internacional, cuyos andenes formaban un “cuadriculado bituminoso” que “hedía a orines, excremento y boñiga de vaca”. Entre los colaboradores de Hora de España estaba Antonio Machado, que murió en Cotlliure doce días después, el 22 de febrero de 1939. Portbou fue arrasado, y así permanecía un año y medio más tarde, cuando Walter Benjamin, procedente del norte, se asomó al Coll dels Belitres en su tránsito al exilio norteamericano y se suicidó en un hostal del pueblo el 25 de septiembre de 1940.

Se han cumplido 75 años. Me cité casi casualmente con Lorenzo Silva, benjaminiano a machamartillo, para rendir honores el día de autos al filósofo alemán. Ni él ni yo sabíamos que los actos oficiales se habían pospuesto dos semanas para no colisionar con las fallidas elecciones plebiscitarias de Artur Mas. Ahora, tras la lectura de los Diarios de Jaime Gil de Biedma, uno de los cinco mejores libros publicados en España en 2015 según la crítica, he vuelto a la lúcida y erudita conversación de Lorenzo Silva de hace unos meses sobre el destierro republicano y sobre la diáspora judía, sobre los cementerios de Cotlliure y de Portbou y sobre las tumbas de Antonio Machado y Walter Benjamin, dos de los lugares más visitados y reverenciados por el papanatismo cultural paneuropeo, secta fúnebre en la que me incluyo.

Me he situado de nuevo en esa panorámica de gran angular que, desde el túmulo de Walter Benjamin, abarca desde la hoy dilapidada estación del ferrocarril hasta el Coll dels Belitres, donde la frontera es un viaje a ninguna parte, una ilusa maleta de paz y libertad, donde Machado y Benjamin sucumbieron hace tres cuartos de siglo al azote de las tropas franquistas y de la Gestapo. Uno de los momentos más emotivos de estos Diarios de Jaime Gil de Biedma es su visita recurrente a la tumba de Machado: pública y notoria en 1959 (“primera y esplendorosamente feliz excursión”), privada pero aún gregaria en 1964 (“no igualó, ni mucho menos, el recuerdo de la de hace cinco años”) y estrictamente íntima en 1978. Me quedo con la última, del breve Diario de 1978, cuyas remansadas apuntaciones abarcan desde año nuevo hasta el verano, todo un descubrimiento, con la cruda exposición de su extinta vena poética y el inmisericorde retrato moral de algún compañero de viaje. Gil de Biedma, uno de los mejores poetas catalanes del siglo XX, a punto entonces de cumplir 50 años, sabe ya que la vida va en serio y está de vuelta de las usuras y las figuraciones propias de las intrigas de las generaciones poéticas.

Va a Cotlliure a principios de 1978 con su pareja, con la que rememora ese recurrente escenario de su memoria: “La tumba de Machado sigue siendo una visita bella y conmovedora”. Vuelven por la carretera encajonada entre los viñedos del Mediterráneo y la extenuante ruta de Walter Benjamin. Desde el Coll dels Belitres, pasado el control fronterizo, otean el camposanto y la estación de Portbou, frente a la requemada falda de la montaña del exilio republicano: “El lugar es ominoso y siniestro, sobre todo en la parte alta”, escribe Jaime Gil de Biedma. La anatomía de ese enigmático instante y la sinécdoque de esos dos adjetivos devastadores condensan todo el respeto y todo el dolor ante los desastres de la guerra y la deportación, los de una España partida en dos que no sabe dónde encontrarse, ni en la historia ni en la poesía.

Manel Martos es doctor en Humanidades y editor de RBA.

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