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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Viaje con nosotros

No hablo ya de conciliar vida laboral y familiar, hablo de los problemas de demasiada gente para conciliar la vida con la vida

Hace un par de meses recibí un cargo adicional en la factura de Movistar. Contraté por teléfono una tarifa plana de roaming en Canadá que, por lo visto no se puede contratar. Las operadoras con las que hablé para exponer la queja me dijeron que no podía ser, que lo que servía para los Estados Unidos servía para Canadá. Hasta que comprobaron bien la documentación.

Lo único que pedí a las operadoras con las que hablé es que reconociesen que me habían dado una información errónea. El cabreo no era ni tan solo una posibilidad. Sé en qué condiciones trabajan y la formación deficiente que se les da. Conozco alguna subcontrata, me he sentado en sus cubículos y comprendo qué significa estar horas y más horas trabajando en esas condiciones, y por trabajo se entiende aguantar quejas, gritos e insultos. Las operadoras, y hablo en femenino porque la mayor parte lo son, son el mejor escudo que han podido encontrar la compañías.

Lo más difícil de describir suele ser lo que tenemos justo al lado. No es fácil describir el mundo laboral sin caer en tópicos, de ahí la necesidad de tener el conocimiento necesario que pueda situar cada relato en su punto justo. Es justo lo que ha hecho Ernest Cañada en su libro Las que limpian los hoteles (Icaria). Cañada entrevista decenas de trabajadoras invisibles de puro invisibilizadas. El libro recupera un espacio que debería haber sido el de los medios de comunicación —quizás demasiado en deuda con tantos poderes— y abre debates que, de tan humanos, no nos pueden ser ajenos.

Las camareras de piso de los hoteles son uno de los últimos eslabones de una cadena turística que trata de optimizar beneficios a costa de maximizar los perjuicios para muchos trabajadores. Lo han oído mil veces pero hay novedades: el ahínco y la profesionalización con el que se expresa el rendimiento económico, por ejemplo, o la fachada con la que se protege, o la enésima constatación de que la explotación laboral conlleva la pérdida de dignidad de quienes la sufren… Lo peor que puede hacer una empresa es humillar a su trabajador haciéndole perder su oficio. Las camareras entrevistadas no se quejan de su trabajo, se lamentan de la penosidad de las condiciones en el que lo ejercen. Hacen buena aquella máxima que uno no suele dejar la empresa, suele dejar a su jefe. Cuando puede permitírselo.

La subcontratación, los estudiantes en prácticas, la atomización de las relaciones son hándicaps que se suman a un calendario caótico y a un horario extenuante. El resultado es doloroso, física y anímicamente. A muchas les da vergüenza decir de qué trabajan, la misma vergüenza que nos da a muchos verlas correr por los pasillos, arrastrar carros pesadísimos y pensar que podrían ser nuestras madres.

Mensajeros, agricultores o las Escaleras de Movistar. Lo invisible, al final, está al lado de casa. Nuestros problemas pueden ser los de las dependientas. O los de las azafatas de vuelo de compañías de bajo coste. O el de los correctores. O los contratos en prácticas. No hablo ya de conciliar vida laboral y vida familiar, hablo de los problemas de demasiada gente para conciliar la vida con la vida, de una gran parte de la población que ni tan solo puede aspirar a ver reconocido su relato. De ahí la importancia del trabajo de Cañada y de editoriales como Icària.

Las que limpian los hoteles muestra, además, sesgos que creíamos olvidados, como el deseo de emancipación basado en la identidad de clase, lejos del paternalismo. O la defensa de un trabajo físico que no es un deshonra, pese al discurso dominante, lo que es una deshonra es humillar el propio trabajo para humillar así al trabajador. También, claro está, que el dolor físico que provoca el esfuerzo continuado se transforma en dolor moral.

Tengo un amigo camionero que tuvo un problema parecido al mío con una compañía de teléfono. Le cobraron no sé cuánto de más. No sé si llevaba razón en su queja, pero después de mi último incidente, no tengo por qué llevarle la contraria. Un día, hace tiempo, aparcó demasiado cerca de unos teléfonos públicos. Demasiado cerca, dejémoslo así, esas cosas pasan. No llamó al seguro, claro, era su pequeña venganza —bueno, no tan pequeña— contra la multinacional que, además, sirvió para mover un poco más la economía. En la lógica del neoliberalismo, llamémoslo destrucción creativa.

(De Movistar no he sabido nada más).

Francesc Serés es escritor

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