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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Made in Barcelona’

El comopolitismo y el nacionalismo no son antagónicos sino complementarios. Hoy, los efectos homogeneizadores del turismo son el principal enemigo del cosmopolitismo en Barcelona

¿Es Barcelona una ciudad cosmopolita? Ésta es la pregunta que de forma recurrente aparece en el debate público y que ahora, en el contexto del proceso sobre la independencia de Cataluña, resurge con fuerza. Para unos, Barcelona ha dejado de ser lo cosmopolita que supuestamente fue en los años 70, cuando a finales del franquismo, con el catalán aún prohibido, se convirtió en la sede mundial de la edición en lengua castellana y las ansias de democracia otorgaron a la ciudad un horizonte de apertura y libertad. Para otros, en cambio, Barcelona nunca ha prestado suficiente atención a su identidad catalana e, incluso en democracia, ha camuflado, cuando no menospreciado, sus rasgos de capital de Cataluña. En este caso, el cosmopolitismo, identificado con “ser ciudadano del mundo”, ha sido percibido como una negación del alma catalana de Barcelona.

El debate parte de la premisa equivocada según la cual habría una contradicción inherente entre cosmopolitismo y nacionalismo. Según el filósofo Kwame Anthony Appiah, el cosmopolitismo nace del reconocimiento de la humanidad que hay en todo ser que habita la Tierra, pero sin el deseo de que exista un gobierno mundial común. Así, el cosmopolitismo crece con los Estados-nación y el nacionalismo, no como alternativa sino como complemento. Para Appiah, el cosmopolitismo implica pues simultáneamente la apertura al otro y el reconocimiento a la diversidad humana. Es, por lo tanto, a la vez universalidad y diferencia.

De acuerdo con esta definición, Barcelona es una ciudad cosmopolita, por su apertura al mundo y su singularidad cultural. Con una lengua propia, dos lenguas oficiales y centenares de lenguas en sus calles, Barcelona alberga más de un 22% de población nacida en el extranjero. Esta tasa de inmigración es relativamente estable desde el 2009, pero el crecimiento desde hace veinte años, cuando era del 4%, tiene pocos precedentes en Europa y el hecho de que no haya generado episodios de racismo ni problemas de convivencia remarcables demuestra la capacidad de acogida de la ciudad. Habrá que analizar cómo articula ahora la hospitalidad hacia esos refugiados que se están muriendo de frío en el centro de Europa y que delatarán si al proyecto europeo le queda algo de alma.

Barcelona también se ha consolidado como capital turística de primer orden. En los más de veinte años desde los Juegos Olímpicos y con el impulso de la globalización, Barcelona se ha convertido en un destino turístico que ha desbordado la capacidad de carga de la ciudad y le está desdibujando el perfil. La burbuja turística obliga a tomar medidas para no romper la convivencia con los residentes ni acabar con su especificidad histórica y cultural. Hoy, los efectos homogeneizadores del turismo son el principal enemigo del cosmopolitismo en Barcelona.

A nivel económico, la ciudad está conectada al mundo liderando, como capital de Cataluña, las tasas de exportación del conjunto de España, a pesar de que, como la mayoría de ciudades postindustriales, deber repensar de manera urgente su modelo productivo. En los últimos años, también se ha convertido en un centro puntero en investigación científica y biomédica, en el que investigadores de todas partes del mundo trabajan en red desde Barcelona.

En el plano cultural, el problema no es, como se suele decir, que Barcelona no participe en el circuito global de exposiciones, sino la falta de recursos económicos para consolidar los grandes equipamientos y la necesidad de renovar su modelo cultural para dar prioridad a la creación y la educación. Mientras tanto, la progresiva centralización de grandes grupos editoriales en lengua castellana convive con el surgimiento de excelentes pequeñas editoriales que, a pesar de todas las dificultades, siguen publicando en catalán. En términos lingüísticos, se habla y escribe igual de mal el catalán que el castellano, y el nivel medio de inglés sigue siendo insuficiente, cosa que demuestra que el problema no es el multilingüismo sino el sistema educativo. Las librerías de Barcelona son pequeños espacios cosmopolitas, y las programaciones literarias, teatrales y musicales de la ciudad, un reflejo de esta diversidad.

Lejos de querer trazar un retrato conformista, este texto quiere subrayar una Barcelona compleja y plural que, con tensiones, existe; una ciudad acostumbrada a traducirse y cuestionarse y que, bien enraizada, dialoga constantemente con el mundo. El problema es que esta ciudad múltiple no tiene quién la escriba y que este espíritu es un equilibrio demasiado frágil que necesita defensores de todos los colores para perpetuarse.

Judit Carrera es politóloga

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