Choque sin combustión entre pasado y presente
Actualizar la posible denuncia social de 'Maria Rosa' es apostar por la parte más débil del drama de Guimerà
La relectura de los clásicos es un ejercicio de salud artística. Ningún texto elevado a los altares es un relicario que sólo se puede venerar en el escenario como la hostia consagrada en el Corpus. Si siguen conmocionando es porque encierran en sus pretéritas formas un aliento fresco. La función del dramaturgo es hallar esa sustancia imperecedera —cada tiempo tiene la suya— y mostrarla en su aspecto más contemporáneo y renovar así su capacidad de impacto. Ejercicio que requiere adoptar a veces soluciones valientes que no siempre son las estéticas. Las medias tintas o las que tocan sólo la epidermis no funcionan.
Actualizar la posible denuncia social de Maria Rosa es apostar por la parte más débil del drama de Guimerà. El conflicto social que presenta el autor está sobrepasado por la experiencia obrera del siglo XX. Sólo tiene sentido si se coloca en el escenario una realidad comparable y esa es ahora mismo la de los inmigrantes que trabajan en condiciones de semiesclavitud bajo, por ejemplo, plásticos de invernaderos. Trabajadores sin derechos, que esquivan la confrontación con el empleador y se sienten desvalidos cuando tienen que bregar con un escrito oficial en una lengua que no dominan. Pero en esta dramaturgia de Carlota Subirós no hay rumanos o senegaleses. Son catalanes con uniformes de trabajo del 2016 y una consciencia social del siglo XIX.
MARIA ROSA
De Àngel Guimerà. Dirección: Carlota Subirós. Intérpretes: Albert Ausellé, Lluïsa Castell, Adrià Díaz, Borja Espinosa, Jordi Figueras, Sergi Gibert, Toni Guillemat, Mar del Hoyo, Francesc Lucchetti, Salvador Miralles y Manel Sans. TNC, 20 de enero.
En cambio, la energía colectiva es lo que mejor funciona en esta puesta escena. El marco espacial es de una gran calidad metafórica, muy bien iluminado y con entorno sonoro brillante, y la distribución y movimiento de los grupos responde siempre a la lógica de la máxima expresividad dramática. Pero toda precisión en el trabajo de conjunto se desfigura cuando el foco se aproxima a las individualidades. Es muy extraño el descuido en la construcción de la pareja principal cuando Subirós hace una lectura tan interesante del amour fou latente en el texto. La directora encuentra la sustancia cuando concibe su montaje como un texto prelorquiano, con toda la fuerza poética del deseo en bruto. Un romanticismo a lo Arturo Ripstein.
Ligar a Guimerá con el arrebato de la desnuda pulsión sexual es brillante, pero habría que percibirlo con fuerza en el escenario. Y no ocurre. No se produce la combustión entre Mar del Hoyo (Maria Rosa) y Borja Espinosa (Marçal). Ella es casi invisible, sin intensidad ni en sus momentos más trágicos o decisorios; y él se protege tras una armadura de vieja escuela interpretativa. A veces se deshace de ella —cuando se adentra en la intimidad de la confesión emocional— para luego ponérsela de nuevo. Hay mucha más conexión en el flirteo pasajero de Badori y Tomasa (Albert Ausellé y Lluïsa Castell, ambos magníficos), que en la tragedia amorosa de Maria Rosa y Marçal.
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