El oxímoron
Con el pacto entre JxS y la CUP, recortadores y recortados quedan unidos por lazos identitarios que trascienden sus intereses opuestos. Resultado: gana Convergència, que evita el jaque mate y consigue tiempo para reconstruirse
Resulta que no nos dejaban votar y que los españoles eran alérgicos a poner las urnas. ¿Cómo se le puede tener miedo a la democracia? nos decían. ¿Qué hay de malo en saber lo que quieren los ciudadanos? Y así, hasta el infinito y más allá. Pues bien, ha sido tener las urnas a 48 horas de distancia y casi palmar del susto.
Cumpliendo con lo tantas veces dicho durante la campaña electoral, la CUP le negó la investidura a Artur Mas. Acto seguido votó a favor de Carles Puigdemont dejándose en el camino la dignidad (esos dolor de corazón y propósito de enmienda por los pecados cometidos contra el procés quedarán para la historia) y la credibilidad, no solo por investir a un presidente de derechas, sino, sobre todo, por haber aceptado subrogar dos de sus diputados a Junts pel Sí (JpS), autodepurar el grupo parlamentario y renunciar a hacer política durante toda la legislatura si eso implica poner en peligro la estabilidad del Gobierno.
Si cumplen lo pactado, los diputados de la CUP no sólo van a ser el cojín de un gobierno que no levantará las alfombras que tapan la corrupción institucional y que desprecia al 52% de los votantes del 27-S, que negaron inequívocamente el mandato para una “desconexión” unilateral, sino que no podrán oponerse a los presupuestos que JpS les presente y que ni remotamente tendrán que ver con su programa, ni siquiera en su versión mínima. La alternativa a esto último sería la prórroga de los vigentes presupuestos antisociales, lo que tampoco parece una gran medalla que colgarse en el pecho.
Además, los cupaires van a convalidar políticas, aunque sea por omisión, con las que organizaciones de su órbita están radicalmente enfrentadas, como es el caso, por ejemplo, del Sindicat d'Estudiants dels Països Catalans y la implantación de los grados universitarios de tres años. Será de ver la cara con la que los dirigentes del sindicato batallarán en las asambleas estudiantiles contra un gobierno al que sus hermanos mayores estarán dando oxígeno en el Parlament.
Y todo eso ¿a cambio de qué? En una reciente entrevista en La Directa, Anna Gabriel ha reconocido que, excepto la cabeza de Mas, la CUP no ha conseguido ni una sola concesión relevante de JpS, y que en esta legislatura, más que revertir las políticas antisociales de los últimos años, habrá que contentarse, como máximo, con que no se profundice en ellas.
Nada de esto debería sorprender demasiado. Al final, teniendo que escoger entre su alma nacional y su alma social, la CUP ha escogido la primera, apuntalando así la vieja idea de que, salvo en situaciones coloniales o de clara opresión nacional, eso del nacionalismo de izquierdas si no es un oxímoron se le parece mucho. No cuestiono con ello el izquierdismo, incluso el innegociable anticapitalismo, de una parte de la militancia de la CUP. Ha dado pruebas del mismo en el pasado. Pero lo cierto es que, como organización, llegada la hora decisiva, la nación se le ha colado por delante de la clase. Recortadores y recortados juntos, unidos por indestructibles lazos identitarios que trascienden sus intereses contrapuestos. Resultado: quien gana es una Convergència que evita el jaque mate y consigue tiempo para reconstruirse.
Este es un país muy raro en el que parecen normales cosas que no lo son en absoluto. El apoyo de la CUP a un gobierno presidido por un convergente en aras de un proyecto nacional compartido sería equivalente a que Podemos facilitara un gobierno con un presidente del Partido Popular en aras de la defensa de la unidad nacional española. Lo que en Madrid es impensable, aquí nos parece ejemplar y lo lucimos con orgullo.
En la última campaña electoral, en los grandes mítines de En Comú Podem, como el de Llefià (Badalona), el público vibraba y entonaba el “Sí se puede” no cuando se mencionaba el referéndum o el derecho a decidir, sino cuando se urgía a acabar con la corrupción, las puertas giratorias, la desigualdad, el paro, la pobreza o los desahucios. Evidentemente, ni rastro del In-inde-independencià. Algunos en la izquierda deberían tenerlo en cuenta a la hora de trazar líneas rojas, y recordar que la independencia divide políticamente a las clases populares catalanas, pero no en partes iguales, como el reciente ciclo electoral ha demostrado palmariamente.
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB
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