El cantaor y los oropeles
El de Badalona aglutina todos los consensos con seis noches en la Gran Vía, incluso aunque a sus ‘Sonetos’ les sobren unos cuantos arreglos atildados
Definitivamente, Miguel Poveda ha dejado de ser un mero cantaor para erigirse en fenómeno social. Había tanta celebridad este martes en la platea del Teatro Compaq, desde Albert Rivera a Iñaki Gabilondo, Raúl Arévalo y una pléyade de músicos ilustres (Raphael, Lolita, Martirio, Miguel Ríos), que a la gente se le dislocaban las cervicales de tanto girar el cuello para uno y otro lado. El divino charnego de Badalona se ha convertido en un aglutinador de sensibilidades, en la ecuación imposible del consenso: el payo que se confabula con los gitanos, el flamenco devoto de Michael Jackson, el gay por el que suspiran hermanas y madres. Y todo gracias a esa voz de oro líquido, un bendito regalo que proyecta con tanta naturalidad como para tener que apartarse cuatro palmos el micrófono de los labios, no vaya a poner los cimientos en peligro. Durante dos horas largas, Poveda se afianzó como el flamenco que lo canta todo sin claudicar de su flamencura. No hace falta con él distinguir una soleá de una seguiriya: bastaba, en todo caso, con cerrar los ojos y dejarse hacer.
Don Miguel ha sido siempre hombre de valentías, y encerrarse seis noches consecutivas en un teatro de la Gran Vía, con un repertorio exigente y carnal, se enmarca en los retos para gente osada. Él no solo repele la dosificación, aunque arrastrara un catarro, sino que en una tanda final de tangos termina agitando las nalgas con todo el descaro del mundo, como un bailaor arrebatado. El único inconveniente, habiendo tanta verdad en su arte, es que la parte central del espectáculo abuse de sintetizadores y demás sonidos engolados. Como si al arreglista Joan Albert Amargós, tantas veces espléndido, se le hubiera ido la mano en su anhelo por amoldarse a un espectro infinito de oídos.
Eso es lo que le sucede al repertorio de Sonetos y poemas, que acapara la primera mitad de la noche: se enmaraña entre violines de mentirijilla, incurre en baterías para rockeros avejentados (Hielo abrasador) y termina agotando con su interminable sucesión de endecasílabos. Hay excepciones: La lluvia es una bonita balada aketamada y Donde pongo la vida, de Ángel González, irrumpe como esa gran canción que a Serrat ya no le acaba de salir. Pero envolver al cantaor con tanto oropel y ringorrango es un exceso innecesario. Lo vimos claro con No volveré a ser joven, el estremecedor texto de Gil de Biedma. Poveda recupera la libertad con el verso libérrimo, se basta con la sola compañía del piano de Amargós, interioriza el discurso del drama y conmueve en cada una de las respiraciones.
La segunda mitad, por malagueñas, alegrías o bulerías, es ya otro cantar. El guitarrista Chicuelo se explaya por fin en primer plano y a Miguel se le revoluciona la circulación sanguínea. El final coplero, a ratos sin micrófono, a pleno pulmón, es otro testimonio delicioso de un artista muy grande. Ese mismo que no precisa de pomposas vestiduras para lucir en todo su esplendor.
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