El mal radical
El mundo civilizado tiene a su alcance ser coherente con los valores que proclama y que dice defender frente al terrorismo del Estado Islámico
Hace unas semanas, se presentó en Barcelona la novela Los blues de Garibaldi cuyo autor es el policía Rafel Jiménez. Con un estilo desenfadado e irónico, sin pelos en la lengua, cuenta el periplo trágico de dos hermanos gemelos, de origen palestino, que llegan a Barcelona huyendo de la guerra y la desventura de la mísera ciudad en que viven. Van en busca de una tierra menos inhóspita que la que les tocó en suerte, de una sociedad más civilizada que les depare ilusiones entre las que no es menor la de pisar el Camp Nou y ver jugar al Barça. Ambos hermanos han sido formados por igual en la doctrina del Corán y ambos tendrán que lidiar con un medio duro y hostil, más proclive al rechazo del diferente que a la acogida. Uno y otro, sin embargo, procesan lo que les ocurre de forma distinta. Uno encuentra en el islamismo y en la marginación el alimento de un odio y desprecio visceral hacia el entorno, mientras el otro se complace en la buena literatura y no desaprovecha las escasas oportunidades que le ofrece Barcelona.
Para combatir la degradación humana sin renunciar a la libertad, no tenemos soluciones claras. Lo que sí está al alcance del mundo civilizado es ser coherente con los valores que proclama y que dice defender frente al terrorismo del estado islámico
La macabra casualidad de los atentados de París ha hecho que esta novela cobre un interés singular. Plantea la pregunta que los analistas de la masacre no han dejado de abordar desde entonces. ¿Cómo se explica que unos jóvenes escojan la muerte, ajena pero también propia, para dar sentido a su vida? ¿Por qué, con experiencias similares, unos se desesperan hasta la irracionalidad y otros no? Mártires ha habido siempre en las religiones monoteístas, la fe en un Dios salvador y redentor de todos los males y desgracias de este mundo ha sido un estímulo para la violencia y las guerras. Pero no todos los creyentes lo ven así. Al buscarle causas al terrorismo islamista, todas se quedan cortas. No puede decirse que la causa sea la religión islámica. Ni que lo sea una integración deficiente de las segundas generaciones de migrantes, que no llegan a encontrar una identidad satisfactoria en el país de acogida. Tampoco es convincente culpabilizar exclusivamente de lo ocurrido a las sucesivas intervenciones de los países más poderosos en Afganistán, Libia o Siria. Razones y motivos hay en todo ello para sentir el oprobio de la desigualdad y la exclusión. Pero no siempre son los excluidos y desheredados de las banlieues, no siempre son delincuentes bregados en las cárceles, sino jóvenes de clase media, de nacionalidad francesa, británica o española, aparentemente insertos en la sociedad en la que ya nacieron, los que optan por la barbarie. ¿Por qué algunos de ellos, una minoría afortunadamente, eligen el mal radical?
Fue Kant (un filósofo que han puesto de moda los candidatos electorales) quien se inventó la expresión “mal radical” para nombrar una “perversión del corazón” inexplicable, a su juicio, en seres dotados de razón y autonomía, capaces, por tanto, de adquirir un sentido moral. El mal radical existe. Hace que, en circunstancias similares, unos se guíen por la razón y otros elijan la sinrazón. Los teólogos lo explicaron con el mito del pecado original. Hoy buscamos causas materiales para entender por qué el ideal ilustrado de una sociedad de hombres libres, dispuestos a poner su libertad al servicio de una sociedad mejor, no llega a realizarse. Buscamos motivos que nos digan por qué la barbarie es el precio que hay que pagar por la defensa y el desarrollo de las libertades individuales.
Cuando Pico della Mirandola se refirió a la dignidad como la característica definitoria del ser humano, dijo que consistía en la libertad para escoger la forma de vida que cada uno quisiera. Pero observó que, al elegir cómo vivir, el hombre podía elevarse y acercarse a los dioses, o denigrarse al nivel de las bestias. Para combatir la degradación de la condición humana, sin renunciar a la libertad, no tenemos soluciones claras ni satisfactorias. Lo que, en cambio, sí está al alcance del mundo que se proclama civilizado es mostrar más coherencia con los valores que proclama y que dice defender frente al terrorismo del estado islámico. Los valores se defienden practicándolos. Debería preocupar más el incumplimiento del artículo 28 de la Declaración de Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y las libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. El rechazo unánime de los musulmanes moderados al terror y la unión de los franceses para impedir la victoria del Frente Nacional son la mejor noticia.
Victoria Camps es profesora emérita de la UAB.
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