Un bufón muy serio
El genio transalpino celebra en el Teatro Calderón sus 25 años de música alternando lo circense y lo sentimental
Las comparaciones siempre son reduccionistas, pero era fácil comprender el martes en el Teatro Calderón por qué a Vinicio Capossela le toman tantas veces por un Tom Waits mediterráneo. Bastaba con escucharle bramar con los ojos desorbitados, como el director de un circo desquiciado y delirante, mientras golpeaba unos cencerros contra el suelo y cubría su rostro con una máscara de minotauro. Sus músicos, dueños de melenas disparadas y sombreros estrafalarios, ofician una especie de pasacalles onírico en el que gravita el aroma a salitre y la turbulencia de un lingotazo a deshora. Y nuestro Tonino Carotone, por aquello de completar la estampa bufa, se calzaba montera de torero para felicitar al protagonista “por un cuarto de siglo de corrida musical”.
Así de festivas y descuajeringadas se plantearon estas bodas de plata escénicas, exaltación de un artista que nunca ha parado quieto y sigue plantándose frente al piano con el corazón dividido entre el romántico empedernido y el clown recalcitrante. Capossela es muy capaz de lucir una cómica chaqueta de pulpo con sus correspondientes ocho extremidades o de embutirse durante el tramo más formal del concierto en una americana de la que solo utilizará una manga, como si fuera un vagabundo zarrapastroso. Pero también sabe ponerse muy serio y sumergirnos en las honduras del rebetiko griego o de una morna caboverdiana que sonó cadenciosa y taciturna, con la voz herida por los suspiros.
Esa ambivalencia es la mejor baza de un italiano tan singular de por sí como para haber venido al mundo en Hannover. Vinicio puede comportarse como un Leo Bassi burlón y fantoche, pero también disfruta acurrucándonos con el cálido repiqueteo de la marimba o el esotérico zumbido del theremín. Y en los momentos más sublimes, caso de Non è l’amore che va via, susurra con la voz en un hilo, como si hubiera hundido sus manos en los bolsillos y le propinara puntapiés a los guijarros de un sendero imaginario.
Puede que el tramo mexicano de la velada resultara excesivo, porque las trompetas que tan bien coloreaban Signora luna derivaron en empacho cuando un sexteto mariachi se adueñó durante veinte minutos de las tablas. Y es seguro que Carotone habrá vivido noches mucho más afinadas que esa ranchera calamitosa que servía de colofón. Pero Capossela siempre sale a flote. Ya sea por la rama bufa, como en el gigantesco aquelarre en que se convierte la grotesca y vocinglera Il ballo di San Vito. O, aún mejor, en la vertiente sentimental que encarna Che cos’è l’amor, un tango tan impecable… que bien podría haberlo rubricado Tom Waits en los años de Rain dogs.
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