El juego erótico de Pinter
Óscar Intente, Alberto Díaz, Laura Pujolàs y Sergi Torrecilla, protagonizan 'La col·lecció' en la Sala Beckett
¿Nos importa qué paso entre Bill y Stella una noche en Leeds? Nos debe importar tanto como a Harold Pinter, el autor de La col·lecció: nada. La presunta infidelidad es un mcguffin —con todas sus connotaciones hitchcockianas—. El suspense clásico de una llamada anónima desde una cabina pública a las cuatro de la madrugada evoluciona pronto hacia lo que de verdad sustenta esta comedia dramática: las relaciones de poder, de dominio y sumisión, que se producen entre las parejas. El poder que da del dinero, la atracción sexual, pero sobre todo, como bien sabe la señora Scheherezade, el control sobre el relato, sobre el misterio que rodea la ficción.
Que Bill y Stella se fueran a la cama es secundario, aunque James, el marido que asume la cornamenta, aparente con desgana lo contrario. El interrogante de lo que pasó queda en el aire, como la sonrisa enigmática de Stella. El último gesto de la obra. A lo largo de los distintos encuentros en los dos hogares (Stella-James / Harry-Bill), el cuento tendrá varias versiones. Ninguna aceptada ni negada del todo. La duda sobre los “hechos” es el generador de tensión necesario para que prosperen las tramas subterráneas que son específicas del universo dramático de Pinter. Cada variante de la anécdota y su nueva correlación entre lo cierto o incierto, funciona como el catalizador para establecer insospechadas relaciones entre los participantes en el juego propuesto. El erotismo —muy palpable en este texto— nace de lo imaginado a través de la narración. Es más importante el efecto de atracción que produce la circunstancia novelada que la circunstancia misma.
LA COLECCIÓN
De Harold Pinter. Dirección: Albert Prat. Intérpretes: Óscar Intente, Alberto Díaz, Laura Pujolàs y Sergi Torrecilla. Traducción: Víctor Muñoz. Sala Beckett, 25 de octubre.
Albert Díaz acata las leyes pinterianas con oficio. Aunque el valor actoral en el teatro del Nóbel sea casi la desaparición del intérprete como ente autónomo —casi convertido en vehículo de silencios—, el director debe saber utilizar a su favor y de su reparto la imposición de la marca de autor. Esa vibración no se percibe en este montaje de La Ruta 40. Muy correcto eso sí, casi de manual en el respeto a las acotaciones e indicaciones fijadas en el texto, pero sin esa electricidad interior que conecta con el misterio y activa la complicidad del público. O es muy evidente, como el flirteo entre Bill y James, o casi imperceptible, como el aburrimiento erótico-existencial de Stella o la violencia sexual de Harry, casi un personaje de Joe Orton. Tampoco ayuda el desigual acierto en los espacios estéticos: el hogar de James-Sella explica bien su entorno socio-económico, el de Harry-Bill en cambio induce a la confusión. Más que su lujosa mansión parece el piso venido a menos de una tía soltera. No es un detalle. La opulencia —o su acertada traslación escénica— es imprescindible para entender la dependencia de Bill respecto a Harry.
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