¿Qué hay que negociar?
Me temo que solo habrá un diálogo de verdad sobre el conflicto catalán cuando un susto, una señal fuerte de la realidad, haga entrar a las partes en razón
Qué hay que negociar? Fernando Vallespín planteaba esta pregunta en su columna de ayer. Desde diversos sectores de Madrid, pero también de Barcelona, se reiteran las apelaciones al diálogo, a la necesidad de hacer reformas —siempre con la coletilla: “pero no para complacer al soberanismo”—; a que todas las partes deben renunciar a algo para sentarse hablar —pero a la hora de concretar lo único que se pide es que los que han ganado en Cataluña con la bandera de la independencia la retiren—; a reconstruir puentes, a recuperar el pacto constitucional del 78. Palabras gastadas que apenas significan, en la medida en que nunca van acompañadas de una voluntad de reconocimiento de la otra parte. El independentismo o reniega de su condición o es excluido de la mesa.
“La semana pasada hablábamos de la independencia, ahora ya sólo se habla de las dificultades para formar Gobierno”. Reina un cierto desconcierto en el soberanismo. Y, sin embargo, los resultados han estado dentro de lo previsible. Se sabía que era muy improbable que el independentismo alcanzara la mayoría absoluta en votos, y que se produciría un desplazamiento hacia la CUP, porque la candidatura de unidad incomodó a una parte de la izquierda. La confusión ha venido por un detalle: la pérdida del escaño 63 por parte de Junts pel Sí. Pero estos guiños del destino ayudan a poner los pies en el suelo y a colocar en su sitio las grandes ilusiones.
No veo en el horizonte político a nadie con capacidad de convertir el problema en oportunidad
El independentismo, a pesar de su innegable éxito, vive momentos de duda por varios factores. Porque el resultado marca una ralentización del proceso. Porque la estrategia de los grandes hitos decisivos (elecciones 2012, 9-N, 27-S) genera cierta ciclotimia: el día después de cada cita histórica todo sigue igual y el ánimo decae. Porque en estas elecciones el eje del independentismo se ha desplazado hacia la izquierda, y ahora emergen las contradicciones derecha/izquierda que, guste o no, siguen articulando la política. Y así se explica la numantina defensa que Artur Mas está haciendo de su candidatura: a la derecha no se le puede escapar el proceso de las manos —y, a su vez, el independentismo no puede tener fugas por la derecha, porque estaría perdido—. Y porque ante las dificultades del proceso el Gobierno ha de gobernar: no puede pensarse en un Gobierno de transición como planteaba la hoja de ruta. O gobierna o volverá a haber elecciones muy pronto.
Con este panorama, y con las generales a la vista, ¿se puede responder a la pregunta de Vallespín? Creo que todavía no. Los apaños de siempre ya no sirven y han de pasar muchas cosas todavía para que se imponga la necesidad de una reforma pactada que redistribuya realmente el poder. Me temo que sólo si se llega a una situación de riesgo por todas las partes se podrá hablar de pacto y negociación en serio. No veo en el horizonte político a nadie con capacidad de convertir el problema en oportunidad y anticiparse para evitar que se llegue a una situación límite.
De momento, el independentismo sigue teniendo expectativas de crecimiento porque el cambio generacional juega a su favor. En su contra: las prisas, la fragilidad de la coalición y las relaciones de fuerzas. Y desde las instituciones españolas se sigue sin querer reconocer la dimensión de lo que ocurre en Cataluña, como demuestra el relato de derrota del independentismo que han intentado imponer Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, y que Aznar dinamitó.
El nuevo parlamento catalán hará una declaración solemne apelando a iniciar el proceso de independencia, para mantener la cohesión de la coalición y no defraudar a los suyos. De aquí a las elecciones de diciembre, que serán en clave catalana, la tensión aumentará. Con las señales que vendrán de Cataluña, el reformismo se acobardará ante el discurso patriotero del PP. Llegará el nuevo Gobierno y la espera habrá servido de poco. Me temo que la respuesta a la pregunta sobre qué hay que negociar sólo pasará de la retórica a las cuestiones concretas cuando un susto, una señal fuerte de la realidad, haga entrar a las partes en razón y se entienda que los cambios han de ser estructurales, no simplemente cosméticos. Hoy todavía no se dan las condiciones.
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