La banda sonora de un funeral
El cantautor estadounidense ofreció en Madrid un concierto intenso hasta el extremo
Ya habían transcurrido 90 minutos de concierto cuando Sufjan Stevens se dirigió al público por primera, —y última— vez. Fueron solo unas frases. Nada demasiado original. Hacía meses que no quedaba ni una entrada, así que agradeció a las mil personas que abarrotaban el Circo Price su presencia y añadió que estaba muy contento de que el último concierto de la gira europea de su disco Carrie & Lowell fuera en Madrid, una ciudad en la que nunca había tocado antes.
No hubo otro reconocimiento para los fans de un lugar excluido de sus giras durante 10 años. El concierto fue el mismo que el de la noche anterior en Barcelona. Allí también el estadounidense incluyó en los bises, para cerrar, Chicago.
En la ciudad catalana ya había tocado antes. Tres veces. La última, en 2011, dio dos conciertos memorables en el auditorio del Parc del forum. Esa vez también acabó con Chicago. Y en lo diferente que fue la interpretación del mismo tema se vio lo mucho que ha cambiado en cuatro años.
Incluida en Come on feel the Illinoise, (2005), ha grabado varias versiones de la canción y en 2011 eligió la más festiva. Sobre el escenario, vestidos de colorines había tantos músicos, que era difícil contarlos. Lanzó enormes globos de colores, la gente se subió a sus asientos a bailar y a corear… fue un carnaval.
El miércoles, Stevens vistió de negro casi todo el concierto (para los bises se puso una camisa estampada y una gorra amarilla), trajo una banda de solo cuatro músicos, entre ellos la cantautora Dawn Landes, y su Chicago fue tan íntimo que el público no se atrevió a corear y se limitó a aplaudir. Mucho. Si los aplausos son la medida correcta de la satisfacción de la audiencia, no parece que los presentes tuvieran mucho que objetar ni al show ni al repertorio.
Y fue un concierto duro. Dos horas exactas, sobrias y nada complacientes. Carrie & Lowell es un disco en el que habla de su madre, muerta en 2012 a causa de un cáncer. No hubo un solo gesto populista, una concesión al espectáculo. La primera hora y cuarto de concierto fue desgranando una tras otra canciones de ese disco sin interrupciones. Casi todo acústico, casi sin percusión. Entre medias intercaló The owl & the tanager, un tema de uno de sus discos más desconocidos All delighted people. Como si fuera una ceremonia de despedida, un homenaje póstumo. Hablando en plata: un funeral.
Al fondo, en unas pantallas que semejaban las vidrieras de una iglesia, se proyectaban imágenes de su infancia o paisajes. Todo fue hermoso pero por momentos, excesivo. A veces, la verdad, plúmbeo. Aunque muy valiente. Con el déficit de atención actual conseguir mantener al público en sus asientos con un repertorio tan intenso tiene un mérito indiscutible.
Pero a pesar de que en el último cuarto del concierto la cosa cambió; de los 10 minutos de grandioso ruido de Blue bucket of gold; de que, en general, fue una noche para recordar, faltó algo. Se echó de menos a ese Stevens que preparaba magníficos espectáculos, que sabía que cantautor no es sinónimo de lánguido. Quizás la próxima vez.
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