Un torpedo al cinismo
Sufjan Stevens deslumbró con un recital milimetrado lleno de detalles homeopáticamente dosificados
En un mundo donde nada parecía ser lo que realmente era, Sufjan Stevens clavó literalmente a sus asientos a 3.140 personas, que maniatadas por el delicadísimo ambiente de filigrana orfebre tejido por el norteamericano acallaron hasta el sonido de sus sentimientos. Nada podía alterar la música que manaba del escenario, reverenciado en sí mismo como un dios pagano. En la tenebrosa oscuridad del Fórum, sólo rota por un juego de luces y proyecciones preciso que no iba ni un milímetro más allá de lo que necesitaban las composiciones, el hombre que explica en su último disco sus disfuncionales relaciones con su fallecida madre, ofreció una clase magistral de música en directo, así, a secas. Dos horas duró el placer.
Ofreció una clase magistral de música en directo, así, a secas
Fácil de explicar, difícil transmitir la emoción vivida en un recital preciosista que se abrió con una gema como “Death With Dignity”, una pieza de cristal y plumas, de muerte y reconciliación que parecería de cuento de hadas. Y eso es lo que siguió durante toda la noche, veintiuna composiciones de apariencia sencilla expuestas con elaboradísima meticulosidad, un sentido musical que daba a cada canción el entorno adecuado permitiendo mostrar al público recursos instrumentales que aunque no complejos eran tan versátiles que rompían con la reiteración de unas líneas melódicas y estilísticas que en realidad utilizan recursos muy similares. Por añadidura, la calculada estructuración del repertorio en su balance acústico/electrónico permitía dinámicas diferentes, haciendo coincidir finales con toda la instrumentación al alza con inicios de piezas con voz y un solo instrumento, como por ejemplo ocurrió en el tránsito de “Drawn To The Blood” a “Eugene”. En otras ocasiones había bloques sin ritmo, por ejemplo todo el inicio de los bises o el mismo arranque del concierto hasta muy avanzada “Should Have Known Better”; o bien se evadía el desarrollo convencional, típico crescendo previsible, que no apareció hasta “John My Beloved”.
Y de remate la voz, las voces, una misma voz, la de Sufjan, doblada y con eco, que añadía un toque entre fantasmagórico e infantil, de tenue cuento mágico, a la narración de introspecciones que pautó el recital. Delicadeza administrada como la homeopatía, con infinitesimales detalles que sólo en el plásticamente impecable final de “Blue Bucket Of Gold” antes de los bises, fundido a blanco de todas las luces, reducidas a dos bolas de espejos, se fueron más allá de lo razonable, en un comprensible placer onanista de quien siente disponer de un hallazgo. Rubricando el recital, la convicción de que bajo la mano de Sufjan se puede unificar la luminosidad gótica de la catedral de León, canciones precedentes al último disco que formaron el segundo tramo del concierto, y el ascetismo de la visigótica iglesia de San Pedro de la Nave, los temas de “Carrie & Lowell” que desfilaron por el primer trecho. Un torpedo al cinismo que todo lo reduce a églogas para corazones flácidos.
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