30 años, como si nada
La autora de ‘Luka’ conserva su inconfundible voz susurrante y una inmensa capacidad para contar grandes historias
Veníamos a ver a Suzanne Vega, que es cosa seria, y acabamos enganchados a sus teloneras, dos hermanas soberbias con las que, a poco que el blues-rock entienda de justicia poética, volveremos a encontrarnos. Larkin Poe, tataranietas de un primo chaveta de Edgar Allan Poe, acreditan sendos vozarrones, aroma sureño y una asombrosa capacidad para desvelar sus emociones, desde el innegociable amor fraternal (Stubborn Love) a la incomprensión que generan las enfermedades mentales (Mad as a Hatter). Quien conserve algún atávico prejuicio sobre la capacidad de las féminas para empuñas guitarras eléctricas, que escuche Don’t y se deje de zarandajas.
Frente a la radiante juventud de Rebecca y Megan Lovell, Vega acaba de soplar 56 velas y conserva ese cálido susurro vocal, quizás ahora con más cuerpo, con el que la admiramos tanto tiempo atrás. Tres décadas separan, aunque cueste creerlo, la mítica Marlene on the Wall (para la que Suzanne vistió su inseparable sombrero de copa) y la recién estrenada Crack in the Wall, que sonó diez minutos más tarde. El ADN estilístico permanece ahí, inmutable: el ingenio, la voz como arrullo, la melodía minuciosa, la capacidad para desarrollar grandes historias en pocas estrofas. Solo se advierte ahora un incremento en la temática mística y espiritual, como acreditará luego, con su inspiración bíblica, Jacob and the Angel.
La inmensa labor del guitarrista Gerry Leonard, capaz de esbozar multitud de ambientes con sus bucles y pedaleras, palía la parquedad del formato de dúo. Esa abrumadora capacidad para el relato de la casi neoyorquina hace el resto. Luka, todavía hoy bellísima, sonó en castellano y provocó más de una lágrima, aunque Suzanne se trompicara ocasionalmente con la letra. Y la orgullosa I Never Wear White, divertido autorretrato textil, certificó la vigencia de una autora para la que 30 años pasan como si nada.
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