Allí donde no solo brilla el sol
El Sónar inicia su andadura con brillantes espectáculos audiovisuales
La máquina que suena ya está en marcha. Y como cada año, ya es casi tradición, los primeros calores del verano acompañaron el arranque del Sónar, que en su jornada diurna, bajo un sol inclemente sin nubes que lo atenuasen, comenzó a regalar sus tradicionales estampas. Con multitud de cuerpos sentados en el césped artificial del Village, se nota que es inicio de festival porque los cuerpos aún no han sido abandonados a sí mismos por sus propietarios, las primeras actuaciones hubieron de lidiar con la dispersa atención de los espectadores, todavía tomando medidas a lo que va a ser casi su hogar durante los dos próximos días. Todo era sensación de estreno, el estreno de un festival que marca el apogeo electrónico en Barcelona.
Este hecho ya se nota en los mismos accesos, donde sonrientes trabajadores reparten octavillas, previo saludo generalmente en inglés, en las que publicitan las decenas de actos vinculados con la escena electrónica que estos días acompañan al Sónar. Solventada esta pequeña barrera publicitaria, los acreditados acceden al recinto por el Sonar Pro, una prueba de la importancia que la organización le concede. Allí reciben a quien entra unas construcciones de madera con aspecto de reciclada que haría las delicias de Manu Chao, mientras un soniquete de voces remite a charlas y conferencias que allí mismo tienen lugar en ese preciso instante. Un poco más allá unos atareados manitas sueldan algo filiforme con unos soldadores portátiles, lo que evoca a la formación profesional. En medio de aquel ambiente entre ecologista, tecnológico y mercantil, los acreditados lucen esas acreditaciones que probablemente alguno de ellos no abandona ni en la ducha, de lo orgulloso que se siente por su distinción en aquel jardín de lo avanzado.
Village. El sol cae con fuerza. El público, conocedor de la temperatura del estío mediterráneo, ya no viste de manera calculada; o mejor dicho, el cálculo les conduce a la comodidad. Apenas hay aspectos llamativos, sabedor todo el mundo que un hermoso modelito tras dos horas de sudor se convierte en un hermoso modelito con secreciones. No merece la pena el esfuerzo, unas camisetas y pantalones de combate son suficientes. Los más atrevidos aguardan bajo el sol a que Kindless comience su actuación, que como todas en el Sonar arranca con una puntualidad de ferrocarril nipón. Banda orgánica, así se llama a las bandas que tocan los instrumentos de toda la vida –bajo, guitarras, batería-, al servicio de música negra que comienza sonando funky, con una guitarra que evocaba algo tan poco moderno como Level 42. Pero era solo el inicio, se supone que luego la cosa mutaría, entre otras cosas dado el empuje de una vocalista negra que ponía la raíz vocal al asunto.
Cambio de tercio. Del desierto abrasado por el sol y del calor que sube como una infección desde el césped artificial, abrasivo, se pasa al Hall, una nave a cuya oscuridad matizada por luces rojas, de igual color son las telas que cubren las paredes, los ojos han de acostumbrarse rápido. Antes de ello un par de pisotones recuerdan a quien allí ingresa que hay cuerpos tendidos en el suelo. Pero la laxitud dura poco, los justo para que el espectáculo Double Vision active a los presentes. El productor Uwe Schmidt y el artista visual Robin Fox, ninguno de ellos ocupando el escenario, despliegan un masaje audiovisual intimidante que combina láser, proyecciones de vídeo, signos que se derriten en la pantalla como los códigos de Matrix, imágenes entrecortadas y una música que se eleva como una catedral: cada sonido se aúpa sobre el precedente como las piedras se alzan al cielo una sobre otra. Ritmos entrecortados y maquinales, sonidos incidentales y, en suma, pura deconstrucción a la que el oído del usuario del Sonar ya está acostumbrado.
De vuelta al exterior hay detalles que indican que la vida sigue siendo normal. Una marca invita al público a lanzarse a una piscina de bolas, como las de las guarderías, pero la gracia está en que fotografían a quien lo hace para que lo comparta con sus amistades. Algo así como “me exhibo 2.0”, pues no se trata de hacer, sino de que los demás vean que haces. Justo al lado una especie de estrella de mar metálica que parece experta en Pilates se mueve y contorsiona. No, no es circo, es una instalación denominada Cod.Act: Nyloïd, a cuyo rededor se amontona el público mientras pronuncia en diversos idiomas interjecciones de sorpresa. Es el Sonar, quien no se sorprenda va de farol. Pocos minutos después, en otro escenario cerrado, ajeno al sol, Koreless ofrece otro espectáculo audiovisual, este más lírico y ambiental, decididamente evocador, al menos en su arranque, porque más tarde sería algo más robusto. Emmanuel Biard orquesta unos efectos visuales con láser, aunque más tenues que en los de Double Vision, y la paz brilla en un auditorio oscuro solo iluminado por haces de luz luces. Es el Sonar, no solo brilla el sol.
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