Un minuto de televisión
Podemos ha podido coprobar la dificultad que entraña disputar la hegemonía política en la esfera pública mediática
Pese al tono amable y hasta laudatorio de su carta A mi amigo Pablo, la retirada de Juan Carlos Monedero de la dirección de Podemos tras criticar una deriva electoralista abre una interesante reflexión sobre la relación entre fines y medios en política. Otras políticas son, desde luego, posibles, de eso no hay duda. Pero ¿es posible otra forma de hacer política y tener opciones de gobernar? Esta es la cuestión a la que se enfrenta ahora Podemos.
Después de meses en que parecía que la movilización del 15-M había quedado en un mero rumor de fondo sin concreción política, la irrupción de Podemos en las europeas de 2014 cambió por completo el escenario político. Su fulgurante ascenso tuvo mucho que ver con la capacidad de sintonizar con el estado de ánimo que dominaba la calle. Era una fuerza nueva, con un discurso nuevo y nuevos canales de expresión. Sabía, sin embargo, que para crear un movimiento político extenso y transversal, capaz de interpelar al poder, las redes sociales no eran suficientes. Necesitaba la televisión como instrumento para posicionarse en el lugar donde se dirime la política, la esfera pública mediática. Pero este espacio tiene, como bien ha descrito el sociólogo John B. Thompson, dinámicas poderosas que acaban condicionando las conductas de los propios actores políticos.
Aunque Podemos ha demostrado capacidad para crear un potente discurso a través a las redes, al final Monedero se ha despedido lamentando amargamente que un minuto de televisión sea más importante para su partido que una discusión con uno de los círculos. Pero la posibilidad de gobernar no se dirime en los círculos, aunque estos sean muy importantes para la vitalidad interna, sino en la capacidad de posicionarse en el escenario mediático, donde la pugna política, no por virtual es menos cruenta.
Conforme escalaba en las encuestas, Podemos se convertía en una amenaza. Sus proclamas contra el sistema surgido de la Transición resultaban inquietantes, pero lo que más preocupaba era la potencialidad política que implicaba el hecho de ser la fuerza política más trasversal, con similar nivel de apoyos en todas las edades y segmentos sociales. De ahí la contundencia de la respuesta defensiva de las fuerzas y poderes amenazados y su unanimidad en la estrategia de presentarle como una especie de caballo de Troya del chavismo en la política española mientras se hurgaba en las cuentas y carreras de sus dirigentes.
No hace falta recurrir a la semiótica para comprobar que lo que para Podemos fue hostilidad y reserva, se ha convertido en elogio y apoyo en el caso de Ciudadanos
En la batalla mediática, todo cuenta, y especialmente aquello que tiene que ver con la imagen. La regularización que Monedero tuvo que hacer con Hacienda fue utilizada como un ariete contra el nuevo partido. El incidente permitió a sus adversarios insistir en que, pese a proclamarse diferentes, en realidad no lo eran. Aunque no cometió ninguna ilegalidad, la explicación de Monedero no fue satisfactoria y desde este punto de vista, su marcha puede ser más beneficiosa que perjudicial para Podemos. Pero sus dirigentes han podido comprobar, no solo lo vulnerables que son, sino la gran volatilidad que la dinámica mediática imprime a la política.
Las campañas de descrédito han hecho mella, pero lo que ha frenado sus expectativas electorales ha sido el encumbramiento de Ciudadanos como actor con opciones de gobierno. El partido de Rivera es un competidor del PP y del PSOE, pero lo que ha prevalecido en ese apoyo es su capacidad para disputarle a Podemos la representación de la nueva política. Es esta es una batalla genuinamente mediática. No hace falta recurrir a sesudos estudios de semiótica para comprobar que lo que para Podemos fue hostilidad y reserva, se ha convertido en elogio y apoyo en el caso de Ciudadanos. El partido de Rivera fue tratado como cuarto actor político en igualdad de condiciones mucho antes de que las encuestas le dieran esa posición. Al final, los titulares se convirtieron en profecía autocumplida. Y cumplida además en un tiempo récord. Es como si la política misma se hubiera contagiado del carácter compulsivo y oscilante de los medios de comunicación, que por su propia naturaleza tienden a focalizar y encumbrar con la misma rapidez con la que ignoran y olvidan.
A todo ello se añade la posibilidad de seguir al minuto la evolución de la opinión pública. En un sistema en el que cada semana hay una encuesta, resulta muy difícil que las fuerzas políticas puedan sustraerse al poder de arrastre que tiene la coyuntura y no caer en el tacticismo más cortoplacista. La posibilidad de escrutar cómo impacta en el ánimo del electorado cada nuevo acontecimiento no solo incide sobre los actores y partidos políticos, sino también, y cada vez más, sobre los propios electores. Las encuestas se han convertido en un poderoso factor de gregarismo electoral, lo que otorga a los sacerdotes demoscópicos que las interpretan una gran capacidad de influencia.
En este marco tan voluble y cambiante, resulta difícil transformar las demandas y esperanzas de cambio en políticas específicas. Concretar es arriesgar. Y este dilema afecta especialmente a las nuevas fuerzas políticas. De qué se trata, ¿de situarse en las posiciones donde se encuentra en un momento dado el segmento central que puede dar la mayoría, o de convencer al electorado para que se mueva y se sume a una política que se considera justa? Como toda cuestión compleja, crear una mayoría no es algo se pueda dilucidar en un minuto de televisión, pero sin ese minuto tampoco es posible.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.