Una justicia sin peajes
Se han vertido ‘ríos de tinta’ sobre la posible tacha de inconstitucionalidad de las tasas judiciales. Tras largos años de protestas, los poderes se rinden
En los últimos casi tres años se han vertido ‘ríos de tinta’ sobre la posible tacha de inconstitucionalidad de las tasas judiciales. Tras largos años de protestas, los poderes se rinden, por fin, ante la evidencia –bien sea por oportunismo político o, quien sabe, por mero sentido común– y derogan las tasas judiciales para cualquier persona física. Todo ello ante el silencio cómplice de instituciones que velan –presuntamente– por el interés público, e incluso del garante máximo de los derechos fundamentales, del que se espera una auténtica `reprimenda’ y que, sin embargo, dormita en el cajón del olvido.
Así las cosas, el hito normativo del reciente Real Decreto-Ley 1/2015 del 27 de febrero, supone un punto de inflexión al establecer la exoneración de las personas físicas del pago de tasas judiciales en todos los órdenes e instancias judiciales.
Sin embargo, la reforma resulta insuficiente, pues las pequeñas y medianas empresas seguirán soportando las elevadas tasas judiciales, y así, en estrictos términos de coste de litigación, una pequeña fábrica de zapatos será equiparable a una multinacional que arroje beneficios estratosféricos en su cuenta de resultados.
Las tasas judiciales se alzaban como una forma de encarecer el acceso a la jurisdicción para tratar de paliar la congestión de la Justicia. Y parece dable tratar de ahuyentar de la Justicia a aquellos que utilizan los tribunales más como un ‘arma arrojadiza’ que como un cauce para la defensa efectiva de sus intereses. No obstante, las tasas judiciales han ocasionado un efecto disuasorio general en la sociedad civil, desincentivándose en ciertos ámbitos la litigiosidad, cuestión esencial por el auténtico valor sintomático que representan las sentencias al servir de apoyo a aquellos que se encontrasen en una coyuntura similar.
En el mismo sentido, las tasas judiciales nos han conducido a una situación que potencia la impunidad de la iniquidad. En efecto, la frustrante dilación de los procedimientos y la incertidumbre de la resolución final de los mismos se fortalecen con las tasas judiciales, y juegan a favor de aquél que goza de un absoluto desapego a la legalidad y al civismo.
Es cierto que las tasas judiciales son recuperables, ahora bien, siempre que exista una condena en costas, lo cual no resulta automático con el vencimiento del pleito. En efecto, cuando se ciernen sobre el asunto dudas de derecho o de hecho razonables se desactiva la condena en costas, y, por ejemplo, cuando se alcanza una estimación parcial de la demanda también se evita la condena en costas a la parte vencida. Además, el principio de impredictibilidad de las resoluciones judiciales convierte a éstas en futuribles difícilmente aventurables, dada la heterogeneidad de criterios de los distintos juzgados, las distintas secciones y las distintas salas.
En todo caso, se elimina por fin una cortapisa a la tutela judicial efectiva que obstaculizaba de facto el acceso a los tribunales del justiciable. No obstante, las secuelas de la existencia de esta patología del sistema judicial permanecerán impregnadas en la memoria de cierto sector de la ciudadanía; en concreto, en la de aquellos que ni siquiera acudían a los tribunales porque el coste de las propias tasas casi superaba la cuantía de lo que reclamaban, y cuyas pretensiones yacen en los estadios de la prescripción o la caducidad.
Tampoco debemos olvidarnos de aquellos que pleitearon, y vieron desestimadas sus pretensiones en primera instancia, siendo incapaces de acudir a la segunda instancia por el elevado coste de la tasa judicial (recordemos que la tasa judicial de un recurso de apelación en el ámbito civil rondaba los 800 €, a los que había que añadir la cuantía variable correspondiente). Quién sabe si hubiesen gozado en una segunda instancia de otra fortuna. Lo cierto es que la sentencia del juzgador de primera instancia descansa ya en los lares de la firmeza, sin que el ciudadano, ahora que se allana nuevamente una Justicia sin ‘peajes’, pueda resucitar los términos de su pretérita litis, pues se enfrentará a la excepción de la cosa juzgada.
Resta cuestionarse quién resarcirá a ese ciudadano de la pérdida de oportunidad por la imposibilidad de pleitear o de acudir a esa nueva instancia que pudiere haber estimado sus pretensiones, o haber apreciado un error en la valoración de la prueba o un equívoco en el proceso crítico del juzgador a quo. No cabe esperar de ese ciudadano un sentimiento de simpatía y pertenencia, ni siquiera un resquicio de esperanza y confianza, hacia el Estado de Derecho que utiliza la Justicia como piedra angular de su legitimidad.
Es decir, la derogación de las tasas judiciales para las personas físicas no es la panacea, ni mucho menos, de una Justicia con mayúscula. Así, se podría alzar la voz de los abogados de oficio que relatan una absoluta precariedad en el turno de oficio, concretamente en los casos amparados por la justicia gratuita, y hasta de los propios funcionarios públicos de la Administración de Justicia, que ponen de manifiesto el colapso de innumerables juzgados españoles, en los que se está señalando a años vista y existe una inexcusable carencia de medios personales y materiales.
En definitiva, centrándonos en los defectos estructurales del sistema, y sin incurrir en propuestas quiméricas, avanzaremos en la senda de esa Justicia –con mayúscula– que resultará digna de una democracia avanzada y la alegoría perfecta de nuestro Estado de Derecho.
Borja Simón de las Heras Estudiante de Máster de Acceso a la Abogacía (Universidad de Deusto)
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