Lecciones de democracia
Una cosa es que mi voto valga la mitad que el de Lleida para decidir el gobierno del país y otra que ese abuso se use para cambiar de país
Tengo escrito en estas páginas, y ya me perdonarán la autocita, que, el día que haya una clara mayoría independentista en el Parlament, “una España democrática debería ir pensando (…) en acogerse al modelo canadiense y aplicar los principios de la ley de claridad” (I want to vote, 3/10/2014). Lo sigo pensando, y desde esa posición voy a permitirme hacer algunas consideraciones sobre el momento democrático que vivimos en Cataluña, a cuenta del enésimo full de rutapactado por Convergència y Esquerra la semana pasada.
1.— Conviene recordar el hecho, no por repetido menos relevante, de que hasta hoy mismo jamás ha habido en el Parlamento catalán una mayoría de diputados de partidos que llevaran la independencia de forma explícita en sus programas. Por esa razón no ha existido nunca legitimidad política para exigir un referéndum sobre la misma, a diferencia de lo ocurrido en su momento en Quebec o Escocia. Tampoco la hay para poner las bases de un futuro nuevo Estado que, de momento, nadie ha aprobado crear, distrayendo trabajo y dinero público en la preparación de fantasmales nuevas “estructuras de Estado”, mientras se desmontan otras ya existentes, como la sanidad pública, con gran regocijo de algunos bolsillos privados.
2.— Mas, Junqueras y los principales dirigentes de sus dos partidos se han pasado los últimos dos años (bueno, en los últimos meses, y a la vista de las encuestas, ya no) diciendo que la independencia debería ser en cualquier caso el resultado de amplias mayorías, que, sin embargo, siempre se cuidaron de no cuantificar.
Ciertamente, en esto se ha acabado la ambigüedad, revelando con ello el engaño: según afirmó Josep Rull en RAC1 el día siguiente a la firma del acuerdo, bastará la mayoría absoluta parlamentaria en las elecciones del 27-S para dar por plebiscitada la independencia, algo que podría llegar a obtenerse con solo el 45% de los votos emitidos. En otro artículo escribí que actuar así sería propio de jugadores de ventaja. Lo sigo pensando sin la menor vacilación. Una cosa, y ya es mucho, es que mi voto valga la mitad que el de un ciudadano de Lleida para decidir el gobierno del país, y otra es que ese abuso se utilice para cambiar de país.
3.— Plantear las elecciones autonómicas como un plebiscito, pero al tiempo no aceptar que el resultado (sobre si los ciudadanos apoyan o no la independencia) se ajuste a los principios propios de un referéndum, es decir, contar los votos en igualdad de condiciones de todos los ciudadanos, demuestra hasta qué punto el tan cacareado carácter democrático del procés es pura contingencia: para Mas y Junqueras eso de la democracia es como una goma que se estira y encoge a voluntad y que, llegado el momento de la verdad, está para pasársela por el arco del triunfo. Por si fuera poco, esa forma de recuento convertiría el proceso de independencia de Cataluña en único en el mundo y en la historia: sería la primera vez que un territorio accedería a la independencia (guerras aparte) con un resultado en la votación correspondiente inferior a la mitad más uno de los votos emitidos. Ejemplar.
4.— Sustituir, al final del trámite de dieciocho meses, un referéndum sobre la independencia por una consulta sobre una nueva constitución es un fraude en toda regla, acompañado en esta ocasión de un auténtico chantaje a los propios ciudadanos independentistas: o apruebas esta constitución (ponga lo que ponga) o impedirás en el último momento la proclamación de independencia. Teniendo en cuenta quién hegemoniza el tinglado, los independentistas de izquierdas ya pueden imaginarse el plato que les van a cocinar y que van a tener que tragarse les guste o no.
5.— Poner por escrito que a partir del 27-S, y supuesta una mayoría independentista en el Parlament, se actuará al margen de lo que establezcan la Constitución y las leyes vigentes es abrir la caja de Pandora. Si eso vale ahora para unos, puede valer en el futuro para otros. La ley de la selva. Poco que ver con la democracia de la que nuestros dirigentes independentistas nos dan lecciones cada día.
6.— Más allá del destino final, la nueva hoja de ruta está tan falta de concreción que es difícil no ver en ella un mero reconstituyente para un movimiento que da señales de fatiga, una patada a seguir para evitar que el creciente peso de lo social en el debate político devuelva lo nacional a unos niveles acordes con la importancia que los catalanes le otorgan en las encuestas cuando son preguntados sobre los temas que realmente les preocupan.
Vuelve a ser un ejercicio de wishful thinking cuando no se dedica ni una línea a explicar qué se hará cuando el Estado actúe, en el marco de la legalidad, contra cada una de las medidas que se tomen al margen de la misma. Y sigue ocultando a los ciudadanos una verdad incómoda: fuera de una consulta acordada, la independencia solo puede llegar con unos costes políticos, sociales y económicos que quizás muchos independentistas no estén dispuestos a asumir. Y por eso no se explican.
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.
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