La tragedia
Las condenas del Parlament son propias del primer capítulo de Los Miserables, pero nunca de una democracia
La democracia carece de una definición certera, de manera que para definirla vamos tirando con lo que Lincoln dijo en Gettysburg. Fue poca cosa. Pero lo llamativo es que puede ser, incluso, menos. Posee, al menos, un mecanismo extraordinariamente básico, como el del botijo. Como el botijo, funciona alzando una mano. Como un botijo, a su vez, también es frágil. Y con la palabra frágil se inicia el tema de este artículo, en el que, además de Lincoln, aparecen Aristófanes, Sófocles, Víctor Hugo y una lista de nombres que empieza a ser demasiado larga.
La democracia, esa cosa que nació en Grecia, en un periodo de crisis económica, social y política —un indicativo, vamos, de que la democracia no es la causa de ese tipo de crisis, sino su solución—, fue, desde sus inicios, algo, lo dicho, sencillo, frágil. Y tan compacto que, en muy poco espacio, se puede dar la comedia o la tragedia, dependiendo de en qué milímetro se presione. Así lo apuntaron Aristófanes y a Sófocles. Hace 2.400 años Aristófanes crea, zas, la primera comedia política. En La Asamblea de las Mujeres, un grupo de mujeres comete una ilegalidad —se cuelan, provistas de barbas postizas, en la Asamblea de Atenas—, y votan un vuelco político. Sófocles, a su vez, a través del ¿primer drama político de la historia? explica la tragedia de Antígona, una mujer que muere al desafiar una ley injusta del Rey de Tebas. Por Aristófanes sabemos, por tanto, que aumentar la igualdad, aunque sea de manera ilegal, no es dramático. O, en todo caso, conduce antes a la comedia que al drama. Por Sófocles sabemos que reducir la igualdad, aunque sea mediante leyes es, en democracia, la esencia de la tragedia. Por eso mismo, se sabe que una democracia se adentra de cuatro patas en el campo semántico de la tragedia cuando, como Antígona, ve reducir la igualdad mediante la ley. Eso sucede cuando se legisla especialmente para un grupo, cuando un grupo suscita una interpretación de la ley más estricta y un castigo, por tanto, mayor. Se sabe que nos acercamos a la tragedia cuando, en fin, se pierde la igualdad ante la ley. Y eso es, tal vez, lo que está pasando.
La sentencia del Tribunal Supremo sobre los hechos del Parlament apunta a eso. Es una sentencia poco común y universal, que revoca, sin un nuevo juicio a los acusados, una absolución previa de la Audiencia Nacional, con lo que se omite la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo. Especialmente dura, condena a tres años de cárcel a ocho personas. Por estos delitos que se especifican: José María V. “le pintó en la espalda de la chaqueta [de una diputada] dos trazos negros con un espray”. Francisco José L. “se interpuso con los brazos en cruz ante los parlamentarios”. Ángela B. persiguió a un parlamentario “con los brazos en alto, coreando consignas”. Jordi R. pedía que no dejaran pasar a los parlamentarios, “mientras desplegaba una pancarta, para exhibir una leyenda”. Ciro M. formó parte de un grupo que “con las manos abiertas y los brazos en alto trataban de que [un parlamentario] no llegara al Parlament”. Olga A., Rubén M. y Carlos M. recriminaron a un parlamentario “las políticas de gasto público, y dijeron que no le representaban”.
Contrariamente al anterior bloqueo del Parlament, en 1984 —los manifestantes defendían entonces la honorabilidad de Pujol en el caso Banca Catalana—, en esta ocasión no hubo ningún parlamentario agredido. Más bien fueron heridos 120 manifestantes por la policía. Y ocho condenas. Estas condenas dibujan, por tanto, un cambio. Otra época. Responden a una tendencia, a una poética trágica que empieza a dibujarse con otros casos. Ismael Benito y Daniel Ayyash, dos estudiantes de física y matemáticas, afiliados a CC OO, se exponen a una condena de ocho años y nueve meses por un altercado, en el que aseguran no haber participado, durante la huelga del 29-M en Barcelona. Ese mismo día, Laura Gómez, afiliada a la CGT, participó, junto a cientos de personas, en una performance frente a la Bolsa, en la que se quemó una caja con dinero y acciones falsas. El fiscal pedía 36 años. Pendiente de juicio, ahora se expone, junto a Eva Sánchez, a una condena de dos años y seis meses. Cinco manifestantes del 1º de Mayo de 2010 se exponen a 21 meses de prisión, por repartir folletos en el vestíbulo de un hotel de Barcelona. Raquel Tenías, afiliada a IU en Zaragoza, se expone a una petición fiscal de cuatro años, por participar en las Marchas por la Dignidad del 22-M de 2014…
En ocasiones son delitos más de la escuela del Rey de Tebas que de la de Aristófanes. Y, en todos los casos, son condenas propias del primer capítulo de Los Miserables, esa novela que puede inspirar un musical, pero nunca jamás de una democracia. Todo este clima esboza un Estado en crisis, que confía su futuro más en la Fiscalía, esa cosa dura y complicada, que en la democracia, esa cosa frágil y sencilla.
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