Protéjanos de lo que somos
Para quien pide más cosmopolitismo, nada mejor que empezar con los vecinos. Hay en Poblenou naves llenas de extranjeros
Hay gente que pide calor en el Sahara, frío en Siberia y más cosmopolitismo en Barcelona. Esa gente viviría la mar de bien en una ciudad llena de extranjeros, con decenas de lenguas, una programación y una industria culturales activas, tres o cuatro universidades y un aeropuerto que comunicase a sus habitantes con las principales capitales del mundo. Y si hubiese conexión de Internet, miel sobre hojuelas.
Sin olvidar el poder contestatario… Serían felices en una ciudad donde un centro cultural de barrio ponga en jaque al Ayuntamiento, se proyecte un documental como Ciutat Morta o unos tipos con camiseta verde se enfrenten a los bancos. Juraría que eso se parece algo a la Barcelona de 2015. “Una ciudad transgresora y no sumisa con el poder”, pedía Míriam Tey, cargo político de la era Aznar. Sucede, afortunadamente, que esa ciudad está muy lejos de la Barcelona soñada por los antiguos cargos de Aznar.
Hablamos desde lugares distintos y las preguntas son otras. ¿Son un síntoma de cosmopolitismo los centenares de inmigrantes que deambulan por la ciudad recogiendo chatarra? ¿A qué cosmopolitismo responden los miles de profesionales de todo el mundo que trabajan aquí? ¿Qué impacto tienen hoy, cuantitativa y cualitativamente hablando, las exposiciones que se acogen en museos y centros culturales? ¿Y los miles de títulos traducidos, de todas partes, de todas las lenguas?
Y en el pasado, ¿ha sido realmente así? Jordi Llovet ha puntualizado, en su artículo Barcelona i CLAC, que la ciudad nunca ha sido cosmopolita más allá de cenáculos, happy few y etapas efímeras. ¿En qué quedamos?
¿De qué cosmopolitismo hablamos? ¿De un cosmopolitismo cultural? ¿Hegemónico y neoliberal? A lo mejor del cosmopolitismo cultural francés, que vivía de fábula gracias, entre otras cosas, al drenaje a que había sometido a tantos pueblos que no tenían derecho a dejar de ser colonias. Espero que no estemos hablando de aquel cosmopolitismo folclórico que fue el Fórum de las Culturas, con el que fueron tan dóciles, ni del cosmopolitismo de la queja, que quiere igualar Barcelona al resto de ciudades pero sin tiendas ni turistas. A lo peor imaginan cosmopolitismo al margen de las identidades personales y colectivas, claro que entonces el razonamiento se aguantaría menos que lo justo y con tanto intelectual, menudo escándalo.
No sé si se trata de volver a la Barcelona cosmopolita o, visto lo visto, una reivindicación del cosmopolitismo barcelonés, ese que mira por encima del hombro a sus propios conciudadanos, que no pasan de ser unos Paco Martínez Soria, con sus cestos, sus pollos y sus dudas ante un semáforo. Curioso cosmopolitismo, el que desprecia lo que tiene más cerca. Es sonrojante comprobar cómo nuestros acomodados intelectuales hablan siempre de la alteridad como algo lejano económica y culturalmente. Frente a la cultura de la ciudad y de la ciudadanía, se oponen el provincianismo atávico y el diabólico nacionalismo (bostezo), como si no hubiese un provincianismo de ciudad y como si la distinción entre urbe y país fuese todavía válida.
¿Quieren cosmopolitismo? Nada mejor que empezar con los vecinos. Hay unas naves llenas de inmigrantes en Poblenou o en Lleida con los que podrán dialogar las horas que deseen. Incluso, con alguno de ellos, podrán hacerlo en catalán, esa lengua que se enseña en las escuelas a alumnos de todas las nacionalidades a pesar de los manifiestos de acoso y derribo a que lo han sometido. Nada, hablamos de un cosmopolitismo que va de la nostalgia a la Constitución sin pasar por la librería.
Está muy bien hablar de cosmopolitismo, pero al menos, no nos den la lata de la misma manera que en los setenta y los ochenta. Ni una mención en todo lo dicho y publicado a los nuevos discursos urbanos que nos hablan de la diversidad y de la importancia de los barrios. Nada de la relación de las ciudades con su entorno y con otras urbes y regiones económicas. Barcelona es un desastre, el nacionalismo el responsable de la hecatombe y de ahí no pasamos. De C.H. Rumford a K.A. Appiah, las principales editoriales universitarias han publicado estanterías enteras sobre el tema pero aquí las aportaciones brillan por su ausencia. Esta vez, y mira que es tradición en Barcelona, la ciudad de los abajofirmantes, no tenemos ni un triste manifiesto. Quizás porque los vídeos que andan colgados en Youtube son demasiado elocuentes: no dicen nada. Y lo peor, no provocan, ya no provocan nada.
Lo diré al revés. Les recomiendo el libro del joven filósofo Raül Garrigassait, El gos cosmopolita y dos espècimens més (Acontravent). Sirve, entre otras cosas para aproximarse a la idea del cosmopolita, figura presente en la tradición occidental desde la Grecia clásica. Los dos especímenes son el holandés volador (o errante) y el camaleón catalán que fue Ramon Mercader. El perro cosmopolita es Diógenes el Cínico, ese cosmopolita fuera de lugar, de quien Garrigasait se pregunta por qué no se va de la ciudad: la práctica del cinismo requiere muchas personas desprevenidas que no sean cínicas.
¡Cáspita!
Francesc Serés es escritor.
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