Mariposas negras
Barcelona tiene todos los equipamientos que es capaz de pagar, ahora toca poner sobre la mesa el talento emergente
Son mariposas negras emergiendo de algún mundo oscuro. Invaden desde abajo el vestíbulo —también sumergido— del CCCB: las paredes, las cajas de las escaleras mecánicas, los vidrios. Es la antesala de una serie de instalaciones que recrean o sugieren el universo complicado de W.G. Sebald, uno de los autores clave del siglo XX. Me detengo un momento y miro a la gente: se acercan a la pared y estudian la perfecta artesanía de las mariposas de papel, las rozan con los dedos como temiendo que salgan volando. Son una creación de Carlos Amorales. Tienen un aire de pesadilla, una cosa leve, quizás por el color, o por la cantidad, o porque yo tengo un mal día. Pienso que esta duda es precisamente la cultura. Y que esta instalación, que se multiplica en otras actividades, es una de las cosas más sofisticadas que se puede ver hoy en Barcelona.
El CCCB es, desde su creación, un espacio de reflexión contemporánea y esa temática hace que sea transitado por gente de cualquier edad y también por jóvenes, lo cual es casi una rareza porque los circuitos no suelen compartirse. Yo, por ejemplo, tengo dificultades para encontrar en Barcelona la cultura que está produciendo la gente que tiene alrededor de treinta años. Todos hablan de una generación dotada, bien formada, pero no sé dónde es que se muestran, excepto en música popular, en algunos rincones teatrales. No sé qué están haciendo los artistas visuales, fuera de algún festival que los concentra, y esto es una culpa repartida a partes iguales entre mi falta de habilidad para encontrarlos y la incapacidad de Barcelona para hacerse permeable a las nuevas inquietudes. Aunque, apunto, un creador veterano me advierte que ellos, de jóvenes, buscaban a la vez la modernidad y la libertad —eso fueron los años setenta—, pero que no sabe qué buscan estas generaciones de ahora, excepto que buscan mercado y profesionalización.
Las fábricas, hay diez en Barcelona, son una iniciativa del anterior Ayuntamiento que el actual ha continuado con ilusión
Para contestar algo de todo esto me voy a visitar la fábrica de creación de Fabra & Coats, en el corazón de Sant Andreu, que es el distrito —antes pueblo— alimentado por la vieja hiladura. Es un espacio mágico, con esa belleza insustituíble de la estética industrial reconvertida, una mezcla especial de modernidad y austeridad monacal. Deambula gente joven vestida de negro: esto es cultura, pienso, esto es marca Barcelona. Junto a la puerta, un espacio de exhibición de arte contemporáneo no ha acabado de nacer y espera, impoluto y vacío, el momento de empezar. Las fábricas, hay diez en Barcelona, son una iniciativa del anterior Ayuntamiento que el actual ha continuado con ilusión. Una combinación de residencia diurna de artistas, hotel de entidades y vivero de proyectos. Aquí vienen jóvenes —también extranjeros— a crear su música, su arte, su tecnología, su cosa, lo que sea; trabajan durante meses, dialogando con los vecinos de mesa, pagando un precio irrisorio por el alquiler, compartiendo ideas.
Como hago la visita por la mañana hay poca actividad y todo parece excesivamente ordenado, como si fuera un laboratorio. O un convento. Algunos muebles de la antigua fábrica han sobrevivido y son restos preciosos de una transformación urbana, el tránsito de la industria al conocimiento. Carles Giné, que dirige el conjunto de fábricas, me guía con entusiasmo por las diferentes plantas, contándome los detalles, y me puedo imaginar un universo creativo a pleno rendimiento. Es estimulante. Me muestra un box de ensayo, donde un grupo superreconocido está buscando nuevos lenguajes: aquí se apila una cantidad insospechada de cacharros tecnológicos y alguna lata de refresco, y te das cuenta de que esto va en serio. Y lo mismo está pasando en la Nau Ivanow, en la Pirelli, en la Beckett… Aquí está la generación que busco. La cuestión es: una vez que han pasado por aquí, ¿adónde van?
Los que saben dicen: hay circuitos más o menos ocultos, y nombran sitios, algunos me suenan. Dicen también: las fábricas están muy bien, pero los creadores acaban tomándose la cerveza en el bar del barrio, porque el ambiente dentro es demasiado aséptico. Y me transmiten, estos expertos —puro empirismo— una idea. Hemos vivido una larga etapa de cultura muy dirigida por el Ayuntamiento anterior, ahora la tutela es más tenue —y la Generalitat lleva una política ciertamente errática—, pero la ciudad sigue teniendo un tono demasiado institucional. Somos la ciudad de la normativa, insisten: somos la ciudad de los alquileres carísimos. De acuerdo, digo, Barcelona ya tiene todos los grandes equipamientos que es capaz de pagar, ahora toca poner sobre la mesa el talento emergente. El tema no es si en tiempos de crisis es lícito pagar cultura: eso es estéril. El debate es la crisis en si, también la conceptual. Si nos quedamos mirando la cultura desde el lado del dinero, perderemos la capacidad transformadora de las buenas preguntas. Barcelona no debería caer en esa banalidad.
Patricia Gabancho es escritora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.