Los húsares emplumados del Vaticano
Encuentro en Roma con la legendaria caballería alada polaca que salvó a la cristiandad de los turcos el 11-S de 1683
Avancé en la noche pasando revista a los ángeles alineados a lo largo del puente Sant'Angelo y sintiendo una vaga premonición de epifanía. Algo confuso pugnaba por brotar en la atmósfera romana cargada de presagios y preñada de portentos. Alcé la vista hacia el tercer ángel, el que porta la corona de espinas (In aerumna mea dum configitur spina, “en mi aflicción, mientras las espìnas penetran en mí”), y no pude evitar un escalofrío ante el rostro de piedra con su mueca digna de una novela de Dan Brown. De hecho, me sentía como el profesor Robert Langdon a punto de una revelación. Sobre el Castel Sant'Angelo la negra silueta del arcángel san Miguel empuñaba su espada como una advertencia. Caminé hasta la Via di Conciliazione en ruta a la plaza de San Pedro y entonces todo pareció cobrar sentido. La policía bloqueaba los principales accesos al Vaticano, las luces de las sirenas teñían de azules y rojos irreales las fachadas de las iglesias y un motorista de los carabinieri me conminó a detenerme. “¿Un atentado de los Iluminati?”, le pregunté emocionado. “No, ma quasi, stanno girando il nuovo film da James Bond, 007”.
Efectivamente, descubrí, las calles del Vaticano eran el escenario del rodaje de Spectre, cuyo estreno está previsto para otoño. ¡Spectra en el Vaticano! ¡Chúpate esa Dan Brown! Gracias a mi carnet de periodista, mi labia y sobre todo a dejar caer oportunamente el nombre de la jefa de prensa del Vaticano, la correosa Sor Giovanna), pude acercarme más al set de filmación con la esperanza de chocar esos cinco con Craig, Daniel Craig o, si había mucha suerte, saludar a Monica Bellucci. Era casi medianoche y los especialistas preparaban un Aston Martin y un Ferrari para una espectacular escena de persecución. De Craig, Bellucci, Christopher Waltz (el malo) o Ralph Fiennes (!), ni rastro. Estarían de fiesta en Duke's o ya durmiendo. Tras observar varias tomas en que los vehículos salían disparados con un estrépito de mil demonios (!!) que llenaba de ecos la columnata de Bernini, me acerqué al pie del obelisco de la plaza de san Pedro. Seguía teniendo una sensación extraña.
La plaza estaba vacía, la luna arrancaba reflejos en la larga aguja de granito, y las inscripciones latinas de su base sonaban de lo más arcano. “Crusci invictae obeliscum vaticanum ab impura superstitioni expiatum”. Sopesé acudir a la Guardia Suiza y comunicarles mis oscuros presentimientos, pero a lo mejor se acordaban de mi última visita al Archivo Secreto y me enviaban a los calabozos de Sor Giovanna para una tanda de estrictos ejercícios espirituales. Al volver al hotel tuve unos sueños confusos y febriles en los que un rumor de alas se enseñoreaba del Vaticano y desperté con la boca seca y una sensación de ahogo como si me atragantara con plumas.
Fue al día siguiente mientras visitaba las estancias vaticanas cuando emergieron finalmente los seres emplumados. Camino de la Capilla Sixtina atravesé la Sala Sobieski, así llamada por el gran lienzo de Jean Matejko que representa la victoria de la cristiandad sobre los turcos a las puertas de Viena en 1683. En la enorme pintura que cubre toda una pared aparece sobre los rendidos jenízaros y sus abatidos estandartes el rey de Polonia, el gran Juan Sobieski, decisivo en aquella victoria, y a sus espaldas se percibe un pintado batir de alas. Una mirada atenta revela los verdaderos ángeles de la guarda de aquel día: los húsares alados de la caballería polaca que marcaron la jornada.
Sobieski (que de joven había sido mosquetero del rey de Francia y rehén del Kan de Crimea: son cosas que marcan) ya había echado mano de esos jinetes de élite en su procelosa trayectoria hasta sentarse en el trono de Polonia. Seguro que a Juan Pablo II lo de Sobieski y sus húsares le pirraba, a Francisco, digo yo, le irán más los gauchos. A mí la husaria, terror de otomanos, tártaros, cosacos zaporogos, rusos, brandenburgueses y suecos, me ha fascinado siempre. Encontrármelos en el Vaticano me provocó la natural conmoción, porque nunca había pensado en la connotación celestial de esa letal caballería que penetraba como un cuchillo en las hordas infieles entre el batir de las plumas que llevaban a la espalda, colocadas en armazones a imitación de alas. Esa emplumada y legendaria decoración que los hizo famosos tenía, según algunos, la función de provocar un ruido atemorizador, un masivo y estremecedor flap-flap, al cargar los húsares como centenares de enormes y acorazadas aves de presa, pero también servía —como me explicó una vez el maestro polaco Pawel Rouba— para impedir que los tártaros pudieran atraparlos y derribarlos con sus lazos en los combates en las estepas.
“¿Un atentado de los Iluminati?”, pregunté emocionado. “No, ma quasi, stanno girando il nuovo film da James Bond, 007”.
Paseé por las calles del Vaticano con el clamor de los húsares alados en la cabeza. Así que era eso lo que pugnaba por brotar en la tensa atmósfera romana. ¡Ángeles polacos de verdad con armadura y lanza! Y entonces, al pasar frente al escaparate de la librería San Paolo, entre novedades del papa Francisco y saldos de Ratzinger, vi otra vez a los húsares con alas. Era la carátula del DVD de Undici settembre 1683, la película de 2012 de Renzo Martinelli sobre la batalla que liberó Viena del asedio turco, y que sucedió precisamente un 11-S. Sobre una luna menguante se sobrepone el perfil de un húsar alado polaco. Compré la cinta y corrí a verla al hotel. No es una gran película (un critico la calificó de “polpettone barboso”, “latazo indigerible”) pese al guión del amigo Valerio Manfredi (un saludo desde aquí, Valerio) y la esforzada in terpretación de F. Murray Abraham como el padre capuchino Marco d'Aviano, un personaje histórico —confesor, consejero espiritual/temporal y éminence grise del emperador Leopoldo de Habsburgo— que fue decisivo para aglutionar la coalición militar cristiana, la Liga Santa, que salvó Viena, y al que beatificó Juan Pablo II en 2003 (todo lo cual explica la presencia de la bélica cinta en el escaparate de la librería oficial vaticana).
La verdad, las escenas de la carga de los húsares alados bajo el mando directo de Sobieski (encarnado por el director Jerzy Skolimowski), que desbarataron a los turcos (léase The enemy at the gate, de Andrew Wheatcroft, Londres, 2008), me emocionaron muchísimo: fue como ver en movimiento el gran lienzo de las estancias vaticanas. Me volví a pasar la carga una y otra vez, extasiándome con el flamear de las plumas, el brillo de las corazas, la dramática horizontalidad de las pesadas lanzas, la flamígera épica del asunto. Fueron esas legiones angelicales las que, precipitándose desde el monte Kahlenberg, salvaron a la cristiandad (“si cae Viena cae Roma”) y en última instancia impidieron que los espahís del Gran Visir Kara Mustafá pasearan el estandarte verde del Profeta por todo Europa y abrevaran sus monturas en San Pedro como habían prometido hacerlo al sultán.
Regresé al puente de los ángeles para ver morir la tarde como una pavesa arrojada al Tíber mientras en el cielo sobre las cabezas de piedra de las celestiales criaturas las nubes dibujaban el esbozo feroz de cientos de fantasmagóricos jinetes.
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