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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El reto del federalismo

Cataluña debe dejar de pensarse como una nación sometida, y España hacerse cargo de su herencia republicana y federal

Llevamos más de tres décadas estancados en un lento presente. Por eso late en nuestras sociedades un deseo de cambio, especialmente visible en el mundo mediterráneo. La crisis actual lo ha detonado, pero en el fondo ese anhelo se debe a la clausura del horizonte que cierto pasado abrió para nosotros. En concreto, parece que hemos consumido el futuro de la utopía romántica y del mundo resultante de las dos guerras mundiales.

Esto nos deja a la intemperie, en un espacio donde se mezclan recuerdos y proyectos. De un tiempo a esta parte, la rebelión de las élites ha socavado el Estado del bienestar y el fin de la era de los extremos ha alterado las coordenadas de nuestro mundo. La globalización se ha reactivado con un marcado sesgo neoliberal y ha levantado un orden mundial que hoy revela la injusticia en la que se asienta. La crisis de 2008 y su respuesta, la indignación global, apuntan a la necesidad de redefinir la realidad en curso y de vencer la inercia en la que estábamos instalados.

En un instante como este, se necesitan a la vez ideas nuevas y una nueva mirada al pasado. Porque, justo cuando todo es nuevo, es más necesaria la historia. Las viejas recetas ya no bastan para encauzar las nuevas reivindicaciones. Es preciso revisar las ideas preconcebidas, antídoto de la necedad según Flaubert, sin olvidar que hacer tabla rasa con el pasado solo nos lleva a la desmesura. Si alguna lección cabe extraer de la historia es que no se puede empezar siempre de nuevo.

Tomemos, como ejemplo, la apuesta por la independencia de Cataluña, donde comparecen las cuestiones enunciadas. En efecto, aquella surge como respuesta al malestar imperante y se nutre, en buena medida, de un justo anhelo de libertad. Pero el nacionalismo está encauzando ese noble sueño por una vía muerta, ignorando el riesgo que conlleva decidir antes de pensar.

La era de las naciones supuso la separación entre la iglesia y el estado, pero luego el nacionalismo se degradó en una religión de sustitución

Vayamos al asunto. España, Cataluña, reducen su sentido histórico al desarrollarse en términos de unidad nacional. España todavía no ha despertado del sueño imperial, lo que se traduce en la agresiva incomprensión de su diversidad. Al mismo tiempo, Cataluña se sigue pensando como una nación dañada y responde con resentimiento. Es insensato seguir así. Hay que librarse de la imagen romántica del pasado que aún condiciona la imaginación del futuro, y esgrimir la libertad de elegir nuestro pasado en vez de creer que este nos convoca. La historia no puede concebirse como un memorial de agravios; la invención de la tradición no puede ser el sostén de la política.

¿Y si nos planteáramos por qué no se discute el sistema de estados-nación y, en lugar de hacerlo, sencillamente se reclama uno propio? Tal vez entonces empezarían a verse las carencias del contenido de la forma nacional, y no pasarían desapercibidos tres rasgos que toda nación encierra: un principio de homogeneidad inadecuado a la complejidad del presente y potencialmente lesivo para la democracia; una abstracción interesada del sentimiento de apego al lugar, y una lógica binaria que convierte en extraño al semejante, cuando lo necesario es aprender a verse a sí mismo como otro.

Volvamos atrás. La era de las naciones supuso la separación entre la iglesia y el estado, pero luego el nacionalismo se degradó en una religión de sustitución. Si hoy queremos recuperar el impulso emancipador que la nación tuvo, debemos apostar por una nueva laicización. ¿Cómo hacerlo? Construyendo espacios inclusivos en los que la solidaridad sea el fruto de la deliberación y no de la pertenencia, espacios que, precisamente por no tener prefijada ninguna identidad, permitan a todas desarrollarse. Propongo llamar a eso federalismo negativo, una acuñación deudora de Isaiah Berlin cuyo modelo son las ciudades cosmopolitas, en las que el principio creativo produce lo local gracias al influjo de lo global en lugar de considerarlos como dos narrativas contrapuestas, y cuyo lema es un imperativo categórico para tiempos de globalización: nadie debería nunca ser forzado al exilio a causa de su identidad.

Cataluña puede aceptar ese reto, también España. Eso sí, ambas tienen algunas tareas pendientes: asumir que su identidad es su diversidad y que esta, en una sociedad del conocimiento, es enriquecedora; asentar su confianza en el principio de responsabilidad, que implica estar dispuestas a dejarse interpelar por la otra, y reinterpretar su historia compartida. Cataluña debe dejar de pensarse como una nación sometida, España tiene que hacerse cargo plenamente de su herencia republicana y federal.

Escuchemos a Marc Bloch para empezar: “Dejemos de hablar eternamente de historia nacional a historia nacional”, y ensayemos una historia cruzada como puntal de una cultura federal y de un proyecto común. Bloch estaba cargado de razón, porque la gran guerra descubrió el peligro de poner la historia al servicio de la patria. Fue entonces cuando su colega Lucien Febvre lanzó una admonición que no nos conviene olvidar: “La historia que sirve es una historia sierva”.

Vladimir López Alcañiz es historiador

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