Garitos, barbas y cerveza
Sean Rowe mostró su robusta voz en dos pases en el Jamboree
Venía avalado por encomiásticos comentarios siempre relativos a su voz, arma cargada de profundidad. También se citaba la versatilidad estilística de un hombre que no solo canta a las praderas, dejándose acunar por los espacios abiertos y los sentimientos preñados de melancolía. No es pues de extrañar que la sala se llenase, además de un público avezado que por medio de las miradas parecía mostrar su carnet de pertenencia al grupo de conocedores que descubren un nuevo talento. Sean Rowe no es tan nuevo, acumula cuarenta años, pero como en su país, aquí no es una celebridad. Era pues una noche un tanto especial.
Jamboree, un club tan como los de antes que solo faltaba el humo. Club pequeño que permite aun estando lejos del escenario verlo muy de cerca. Y allí estaba Sean, con una voz grave, tangible, tan material que podría soñarse tomarla entre las manos. Él, entre las manos, solo llevaba una guitarra, y con ella componía una imagen que según como resultaba hasta paródica. No era para menos: corpachón, tatuajes, coleta recogida en moño japonés, barba poblada y aspecto general de rudo con corazoncito, de camionero leído de esos que conducen un cinco ejes en una cabina cuyo distante morro está tan lejano como la felicidad. Pero abrió la boca y todo palideció. Bien es cierto que no existía equilibrio entre color vocal y potencia, ya que Sean no tiene una voz versátil que pueda modular con ductilidad y no proyecta con la potencia que su tono grave podría sugerir, pero en sus años de carrera y de conciertos en garitos ha desarrollado el instinto que le permite usarla sin problemas. Y eso hizo.
Al margen de los temas, con mención al último trabajo, Madman, y de sus versiones, entre otras sonó The bird on the wire (Cohen), compañera de las que suele interpretar tales como Chelsea hotel, The River, clásicos de Willie Dixon (“Spoonful”) o de la música popular norteamericana como Long Black Veil -este fue parte del menú de sus dos pases-, lo más destacable es que Sean parece varios cantantes en uno. En ocasiones era Leonard Cohen, en otras recordaba a Bill Callahan, más allá al vocalista de Crash Test Dummies y, de manera muy especial, fue Gil Scott Heron, a quien evocó poderosísimamente en una magnífica y alegre “Desiree” que fue todo sonrisa. Ese es Sean Rowe, una voz que parece la chistera de un mago.
En consecuencia, tampoco todo su repertorio sonó igual. En ocasiones tendía hacia el soul, otras era un catálogo de praderas, en ocasiones podía el folk y siempre el acento acústico daba calidez a un cancionero más que regular. Cierto también que con la guitarra no es un maestro, pero no será cuestión de afear un concierto estupendo. No fue magistral, ni extraordinario, fue el buen concierto que puede escucharse con cierta normalidad en un país que como Estados Unidos ha hecho música de consumo de su tradición, música que suena mientras los oyentes se toman una cerveza insípida en un tugurio del tres al cuarto. Nosotros, sin esa costumbre, solo podemos babear cuando nos viene un artista así. Suerte que la cerveza sabe.
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