Exterminada una célula de transexuales satanistas
Cada generación tiene un coeficiente intelectual notablemente superior a la precedente
Se detecta una pereza general por el siglo XXI. Se prefiere darle vueltas a los relatos de siempre, a horrores un millón de veces rumiados. Y así resulta que estamos viviendo en el año 2015 pero seguimos mentalmente en el siglo XX. Si nuestros antepasados hubieran hecho lo mismo todavía estaríamos alumbrándonos con quinqués. Pero eran de otra pasta. A las alturas del año quince, en el siglo pasado, ya se había producido una revolución en las artes plásticas y en la literatura. Ahora hace exactamente cien años Malevich expuso en Petrogrado una treintena de obras abstractas en la nueva estética del “suprematismo” entre las cuales el Cuadrado negro sobre fondo blanco que supuso el pistoletazo de salida para el arte moderno, y que los barceloneses tuvimos ocasión de contemplar en la Pedrera en el año 2006, junto con otras obras maestras de aquella exposición petersburguesa. ¡Qué emocionante victoria sobre el Tiempo y el Espacio! ¡Irrepetible!
(Por cierto: este artículo no habla de transexuales satanistas, el título es un “gancho”, un recurso retórico, para que usted me lea).
En 1915 se libraba una guerra mundial, ¡la primera! Habían caído muertos un millón de rusos. Estaba a punto de producirse el gran experimento político de la Historia: la Revolución bolchevique. En solo quince años el siglo desbordaba de acontecimientos formidables.
El siglo XXI también comenzó de manera prometedora con la caída de las Torres Gemelas (2001) y será escenario de una revolución tecnológica extraordinaria y de milagros en muchas disciplinas científicas; todos lo sabemos, pero no queremos ser conscientes de ello. Preferimos seguir dándole vueltas a cosas decimonónicas.
Eso es porque somos tontos, pensará el lector. Todo lo contrario, parece que cada generación tiene, en todo el mundo, un coeficiente intelectual (C.I.) notablemente superior a la generación precedente. En esto el arte abstracto también está implicado. En general, las ideas abstractas y los conceptos numéricos con los que las nuevas generaciones tecnologizadas tienen que bregar determina esa superioridad clamorosa. Las implicaciones de esa mejora del C.I. son conocidas como “el efecto Flynn”, por el filósofo americano James Flynn, que ha estado pensando en la historia cognitiva del siglo XX y según el cual hemos pasado de ser personas que se enfrentaban a un mundo tangible a enfrentarnos a un mundo muy complejo que nos ha hecho desarrollar nuevos hábitos mentales relacionados con la capacidad de clasificar, abstraer y especular con lo hipotético. Lo cuenta en Qué es la inteligencia (Tea ediciones) y lo resume en una conferencia TED accesible gratuitamente en la red.
Entonces somos más listos que nuestros padres, concluirá el lector. Pues tampoco. En ese sentido sí somos más inteligentes, pero en otro sentido, dice Flynn —cuyo nuevo libro, The torchlist, no traducido aún, postula que es más formativo leer en casa doscientas obras maestras de la literatura (las de su “torchlist”) que estudiar una carrera en la Universidad—, las nuevas generaciones no pueden realmente incidir sobre la praxis con eficiencia, por culpa de su creciente y clamoroso desconocimiento en materias humanísticas, especialmente la literatura y la historia.
Una de las vías fundamentales para cambiar, o mejorar el mundo es la política, pero cómo pueden intervenir en política chicos (americanos) que no distinguen —está también estadísticamente demostrado— entre la guerra de Vietnam y la de Corea. Y qué pasaría si supieran que a cuatro de las últimas seis guerras libradas por su país se les arrastró engañados. Pues ni España hundió el Maine, ni el Aquitania era un inocente buque sino que iba cargado de armas, ni Vietnam atacó a la 7ª Flota, ni Sadam Hussein era un aliado sino un enemigo acérrimo de Al Qaeda…
Pero como no lo saben, cuando convenga se les arrastrará otra vez adonde convenga.
Esta simultaneidad entre creciente inteligencia y creciente estupidez de la Humanidad nos recuerda al mono del Jardin des Plantes que, adiestrado durante meses por un científico, terminó haciendo el primer dibujo que haya sido jamás trazado por un animal… y su garabato representaba los barrotes de la jaula del pobre bicho. Y nos recuerda también cierta escena, poco comentada según creo, de la obra maestra del visionario Kubrick: cuando el ordenador Hal se interesa por los dibujos que el astronauta Dave Bowman acaba de hacer para combatir la monotonía del largo vuelo espacial.
Y el imperturbable Bowman había estado dibujando… a los tripulantes sedados en sus cápsulas de metacrilato, con los que viaja “más allá del sol”.
—¿Te gusta, Hal?
—Sí, Dave, muy bonito.
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