De aceras y gandulas
Hay lugares tan simbólicos que son patrimonio colectivo y no pueden reinventarse sin vulnerar el sentimiento de posesión
Cuando se reformó la Rambla de Catalunya, hace ya décadas, la admiración fue general: estaba igual pero mejor, con una elegancia serena y contundente. Esta operación enseñó que la clave de la intervención sobre vías principales está en cuatro verbos: quitar, limpiar, ordenar, mejorar. Entrar a fondo en una calle sin romper ni sus equilibrios ni su textura. Hay partes de la ciudad tan simbólicas que son patrimonio colectivo y no pueden ser reinventados sin vulnerar el sentimiento de posesión de los ciudadanos.
El proyecto de la Diagonal que fue desechado en las urnas era preocupante porque nos daba una avenida diferente, confiriendo a una arteria central una identidad de suburbio reurbanizado. Este preámbulo sirve para decir que me encanta el resultado de la reforma del paseo de Gràcia. Todo está en su sitio, pero todo es funcional, elegante, sincero: ha pasado, sin que se note, el diseño. Y si no me creen, cierren los ojos y recuerden cómo eran las bocas de aparcamiento de las isletas laterales, esos artefactos azules con ornamentos de cerámica, ahora transmutados en estructuras translúcidas.
Los quejosos oponen dos argumentos. El primero es de funcionalidad, precisamente: la calzada única de los laterales confunde a conductores y peatones. Se ve que no han paseado por Gràcia, o por otros barrios históricos, donde este modelo de vialidad ha contribuido a facilitar los tránsitos en un modo más doméstico y pacífico. Es verdad que los turistas —fauna principal del paseo de Gràcia— invaden la calzada, pero el conductor sabe que no tiene la prioridad y va tentando el paso sin prepotencia: es la clave de una relación civilizada entre fuertes y débiles, que en definitiva jerarquiza al ciudadano por encima de la máquina. Este sistema existe en todas partes. En todo caso nuestro problema es que las bicicletas no han encontrado (ni buscado) su sitio en la disputa de poder y hacen lo que les da la gana, prescindiendo de todos los demás.
El segundo argumento es el de la prioridad en momento de crisis, y es un argumento falaz: no hay Administración en Cataluña que no haya volcado la mayor parte del presupuesto a la política social, no sólo la estructural —los derechos básicos— sino también la paliativa, la de garantizar mínimos. Y no se llega a todo, porque la exigencia es mucha y se multiplican las necesidades concretas cada día. Pero sería un error detener cualquier otro movimiento, obra o proyecto, porque representaría estancar la ciudad. Entonces hay que invertir en los barrios, dicen los críticos. Hay en invertir en todas partes: dejar que el centro se deteriore no es solución para ninguna ciudad, porque el centro es motor económico, y la obra pública también. Equilibrio, equilibrio: redistribuir la poca riqueza de manera que las inversiones sean al mismo tiempo humanas —sociales— y eficaces. No es fácil y, dicho sea de paso, requiere una cierta valentía, porque en tiempos de crisis la demagogia circula emulsionada sobre una realidad que es cruel e insidiosa.
Hay en invertir en todas partes: dejar que el centro se deteriore no es solución para ninguna ciudad
Llegamos, así, a la Diagonal, una reforma también equilibrada y elegante. Aceras demasiado amplias, se me dirá, pero los límites están marcados por la línea de árboles que había que respetar para que la avenida conservara su identidad y su sombra. Noten también el detalle de crear un nuevo modelo de panot, vagamente azulado, que renueva sin romper la tradición del pavimento barcelonés.
Ahora bien, estas obras, que se van incorporando a la ciudad sin el gesto —de mal gusto— de ser inauguradas, porque no corresponde la foto, nos dan un regalito. Los domingos se limitará el tránsito y se pondrán gandulas para goce del paseante. Los comerciantes saludan alborozados, la gente aplaude la idea al grito de guerra de “¡menos coches!” y yo, sinceramente, me llevo las manos a la cabeza. Seguimos teniendo una ciudad hedonista, que es la ciudad que infantiliza al ciudadano. Una ciudad para disfrutar y jugar: la que se corresponde a un modelo turístico.
De acuerdo, otras ciudades ponen gandulas donde pueden. Pero Barcelona tiene cinco quilómetros de playa, que son otros tantos de paseo de mar. Es cierto también que las ciudades se copian entre ellas, pero eso nos lleva indefectiblemente a una armonización de modelos. El mundo se uniformiza, perdemos matices. El comercio céntrico es de franquicias, los centros históricos son idénticos. ¡He leído que pondrán bicing en Buenos Aires, donde el tráfico circula enloquecido y no hay ni un centrímetro de carril-bici!
No sé si nos damos cuenta de que la creatividad es otra cosa, que parte de la exigencia de construir una ciudad, que es aplicar el talento local a solucionar problemas globales. Barcelona se impuso como modelo de renovación cuando operaba, bajo la batuta de Oriol Bohigas, una generación de lápices de oro. Ahora ponemos gandulas como en tantas otras partes. Lenguaje universal o talento despreciado, ustedes dirán.
Patricia Gabancho es escritora
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