La pasión tenebrosa
Las letanías del barbudo británico son cánticos doloridos que estallan en preciosos torrentes de placer
Fin Greenall es un hombre que no tiene ninguna prisa por finalizar sus canciones. Más bien al contrario: las introduce, insinúa y desarrolla lentamente hasta acabar de regodearse en ellas. Las urgencias no tienen espacio en la obra de este barbudo de Bristol que pellizca las cuerdas de su guitarra para subrayar el efecto hipnótico (pura técnica de fingerpicking, eso lo dan las campiñas), reitera los versos claves como si viviera inmerso en una letanía y cabecea compulsivamente, ajeno a cuanto suceda alrededor, encadenado a su embriagadora retahíla de emociones.
El primer concierto internacional solvente de este 2015 resultó anoche una bendición por momentos fascinante. No será nunca Fink un artista masivo, y de hecho la Sala Arena se conformó con dos tercios de su aforo, pero pocos saben pulsar con tanto encanto como él las teclas de la dinámica y la intensidad. Su música brota entre susurros y tenues chispazos electrónicos, crece despacio y eclosiona en momentos impredecibles. Son vaivenes a veces bellísimos Sort of revolution, cánticos doloridos que estallan en torrentes de placer. Cuesta a veces creer que sean solo cuatro los oficiantes, de tantos paisajes y colores como se ven capaces de proyectar sobre nuestros oídos estupefactos.
No podríamos asegurarlo con rotundidad, pero da la impresión de que Greenall opera casi todo el concierto con los ojos cerrados. La idea resulta cautivadora también desde la perspectiva del oyente: ni el británico cultiva la fotogenia ni habría tampoco manera de cotejarla, abrazado como pasa todo el concierto por la penumbra. La pasión tenebrosa que acontece en el escenario invita a una experiencia sensorial que no apunta a la retina, sino al estómago. Es muy difícil que no se remuevan las entrañas con los versos tambaleantes de Yesterday, por ejemplo, otra pieza modélica y absorbente, una catarata de arpegios obsesivos que conducen a la pura catarsis sonora.
El ascendente de John Martyn (ese paladín del folk-rock británico al que aquí nunca prestamos atención) es evidente durante toda la noche, incluso en esos momentos que, como Hard believer, tema central del reciente último álbum, apuestan intencionadamente por la reiteración y la aspereza. En esa misma línea menos evidente, Wheels evoca el arranque de un viaje polvoriento como si se tratara de la versión norteña para una banda sonora de Ry Cooder. Pero en Perfect darkness (para la que, adecuadamente, la penumbra deja paso a una oscuridad casi impenetrable) vuelven los fraseos de dulzura ralentizada, la voz recubierta de pathos y reverberación, esas florituras de orfebrería con las guitarras que bien podría aprobar Richard Thompson.
Y así llegamos a la eléctrica Looking too closely, en lo que se diría un fabuloso acercamiento indie al cancionero más sufrido de Chris Martin. Podría arrojar resultados muy interesantes una colaboración entre Fink y Coldplay, dicho sea con ánimo de alborotar a los prejuiciosos. Sus dos artífices son chicos sensibles que sufren, con independencia de que Greenall, además de menos agraciado, parezca también más baqueteado por las circunstancias. Menos mal que la vida proporciona siempre alguna agarradera. Su música, sin ir más lejos.
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