Se han perdido unos niños
El CCCB y Xarxa han producido el documental 'Temps de Caritat', dirigido por Joan López Lloret, que reconstruye la vida de algunos que pueden contarlas
Desde hace años, cada semana se reúne en el bar del CCCB de Barcelona un grupo de hombres y mujeres entrados en años. Son “los abuelos que vienen cada jueves”, explica la camarera. Son ruidosos, acabaron llamando su curiosidad y así se supo que son antiguos inquilinos del edificio, hoy centro cultural, hospicianos de la Casa Provincial de la Caridad que desde antiguo acogía a gente sin hogar, especialmente a niños huérfanos, o abandonados en un torno ad hoc. Se les encontraba con un papel que decía “Volveremos a buscarle en cuanto podamos mantenerlo”. A partir de sus recuerdos y sus declaraciones a cámara, el CCCB y Xarxa han producido un documental titulado Temps de Caritat, dirigido por Joan López Lloret, que reconstruye la vida o las vidas de algunos que pueden contarlas.
Antoni Serra, María Teresa Martínez, Empar Andrés, Josep Agrés, Montserrat Serrano Vives, Raúl Vázquez, María Lluïsa Salazar, Josep Maria Pomarejo y otros veteranos recuerdan de muy diversa manera aquel hospicio con dependencias donde hoy está el Macba y la Universidad Ramon Llull, donde también aprendían oficios para ganarse la vida cuando tuvieran que mantenerse por sí mismos, en los talleres de pintura de coches fúnebres, cerería, electricidad, zapatería, carpintería e imprenta: la Hoja del Lunes y el boletín de la ciudad y otras publicaciones oficiales salían de aquella imprenta, que así proveía a las necesidades de la Casa de Caritat. Algunos recuerdan con rencor los sufrimientos y la sensación de soledad y abandono, la escasa alimentación de la posguerra; otros evocan aquella experiencia con resignación; y otros, en fin, con alegría y hasta gratitud.
Ahora, vestidos con su ropa colorida e informal, conversando animadamente en torno a las mesas del café, manejando álbumes fotográficos —“Mira, aquí estás tú, Montse, ¿te has visto? ¡Y aquí estoy yo, y aquí también!”—, Antoni, Empar, Maria Lluïsa y los demás parecen celebrar una cena de antiguos alumnos de cualquier colegio. Como bien sabe todo el que haya pasado por el trance de asistir a alguna de esas cenas, si uno se fija con atención en los rostros ve, como una alucinación o un prodigio del tiempo, que las caritas que conoció y olvidó emergen desde el fondo de la experiencia, infancias preservadas desde detrás de las calvas, las tripas y las arrugas: el gamberrete se ha convertido en un auténtico rufián y el modoso, en pomposo pilar de la sociedad, con capitel corintio, sí, pero aparte de esa acentuación o confirmación de lo que ya se apuntaba, ¡hombre, si estás igual! Salvo que éstos de los que habla Temps de Caritat en vez de reunirse para una cena una vez al año se reúnen cada semana en el café del CCCB, y llevan tatuado el signo secreto de los niños perdidos, con tinta invisible.
—Este, ¿ves?, es el Buenaventura… Se le ve rápido.
—Sí claro, porque éste tenía el cuello torcido.
—…y éste era el Álvarez.
—A veces bajaban las parejas que venían a adoptar, normalmente gente del campo con la idea de llevarse a uno para trabajar a cambio de la comida. Nos miraban y decían: “Mira, ese chico me gusta… Éste, en cambio, no… Ése tiene la nariz rara”...
Joan Calders, que desde 1935 hasta 1950 estuvo en la Casa de la Caritat, de donde salió para convertirse en payés, que es lo que ha sido toda la vida, afirma con ironía que él nunca fue adoptado porque era de los “bajitos y feos”. Es un hombre de carácter, y expresivo; conserva buenos recuerdos con los amigos pero en cambio los vigilantes, las monjas y los sacerdotes le daban asco:
—…¡Yo no sé qué hice aquel día, pero lo que sí sé es que me dieron un bastonazo y me rompieron los riñones!
—¡Perdona! ¡Si te hubieran roto los riñones ahora no estarías hablando aquí! —puntualiza Llorenç Samaniego, que fue chófer en la Diputación y no es menos expresivo que Calders—. ¡Oye, que no estábamos tan mal! Lo que pasa es que en aquella época si hacías una trastada te daban una colleja. ¡Pero fuera de aquí, también!
—Yo en verdad quería ser carpintero —recuerda otro cuyo nombre no retuve—, pero como la carpintería ya estaba llena me enviaron a la imprenta, que nadie quería ir. Pero fui feliz en la imprenta. Fui muy feliz.
Otros no lo fueron tanto. Algunas historias, en particular, son verdaderos viacrucis. Muy barcelonesas, y universales. El documental se estrenará próximamente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.