La Xunta se niega a pagar los daños en una casa amenazada de desahucio
Una familia de Maside que no puede abonar la hipoteca reclama al Gobierno 60.000 euros
La misma autopista que arrasó su pequeña finca y dejó la casa agrietada, al borde un talud de tierra inestable, podría salvarla ahora del desahucio. Sobre María Olga de Diego y sus dos hijos, uno de ellos menor, sobrevuela una pesada losa en forma de desalojo forzoso, tras ser abandonada por su marido, quedarse sin trabajo, sin prestación por desempleo, sin coche y casi sin recursos económicos para sobrevivir en una aldea del municipio ourensano de Maside. Tras emigrar y vivir desde niña en Guadalajara, hace una década decidió volver a Galicia para criar a sus hijos cerca del lugar en el que ella nació. Con la ayuda de su madre compró una casa ya en obras al lado de su aldea natal, en el lugar de A Friela, pero el dinero ahorrado no alcanzaba y la familia, todavía unida, acabó pidiendo un crédito de 90.000 euros a la extinta Caixa Galicia.
“Mi sueño, volver a mi tierra, acabó conmigo”, dice, entre lágrimas, en el frío salón de casa, enfundada en un forro polar. Ese sueño empezó a tornarse en pesadilla cuando la autopista que une Ourense y O Carballiño casi partió en dos su vivienda. La casa, todavía a medio construir, nunca fue expropiada a pesar de quedar a solo cinco metros del asfalto, en volandas sobre la carretera, en un inestable terreno que a causa de las filtraciones de agua, continúa cediendo. Incluso lo han tenido que reforzar con grandes piedras. Ahora, las paredes y los suelos, al igual que las esperanzas de la familia, se agrietan lentamente. Por eso está enfrascada en una batalla judicial que ha llegado hasta el Tribunal Supremo, en la que reclama 60.000 euros por los daños ocasionados en una construcción que además ha quedado muy devaluada tras la obra de la carretera. Ese dinero serviría para salvar parte de la deuda que ha contraído con la extinta caja de ahorros rescatada con fondos públicos y que hace un año fue vendida a un grupo de capital venezolano que refundó la entidad como Abanca. “Ellos [la entidad financiera] estaban ahí cuando les pedí ayuda económica. Yo comprendo que ahora esta casa es suya, pero es muy duro terminar de esta forma pudiendo haber otra salida esperando algo”, afirma.
A María Olga y a sus hijos los ahoga esa abultada deuda de unos 98.000 euros tras quedar enredados en una telaraña de infortunios. Sobreviven como pueden, sin calefacción y sin agua caliente, con los 426 euros de una renta de integración social que les concede la Xunta y con la ayuda en forma de ropa o comida que a veces llega de familiares y vecinos. Su marido abandonó a la familia y los 120 euros que debe abonar para el mantenimiento del hijo menor, según relata la mujer, no entran en su cuenta bancaria puntualmente cada mes, tal y como ordenó la justicia. “Unas veces hace el ingreso, pero otras, la mayoría, no vemos el dinero por ningún sitio. Con mi marido no puedo contar y tampoco obtuve nada de los bienes gananciales”, asevera. Hace años que no paga las cuotas de la hipoteca porque casi no tiene dinero ni para comida, y la casa, después de la subasta, ha pasado a ser propiedad de Abanca. El siguiente eslabón de la cadena de desgracias sería la ejecución del desahucio.
El alcalde de Maside ejerce de guardián de la familia casi desde el principio de la agonía. El socialista Celso Fernández lleva en su propio coche al hijo menor hasta el instituto de O Carballiño en el que estudia. No hay transporte público y si no fuese por la desinteresada voluntad del regidor, el chico tendría que caminar cada día unos 10 kilómetros, por carreteras sin arcén, para poder estudiar. “Le debo mucho al alcalde”. Y es que a pesar de que María Olga se formó y trabajó como auxiliar de ayuda a domicilio, no encuentra empleo porque la ausencia de coche y dinero la mantienen atada a su propia aldea. “Es la pescadilla que se muerde de la cola”, dice. El mismo problema tiene su hija mayor y es que la búsqueda de un trabajo en la dispersa Galicia rural se convierte en una odisea al no tener coche con el que trasladarse, viviendo, paradójicamente, con vistas a una moderna autopista. “Durante un tiempo estuvo trabajando en O Carballiño en un bar y tenía que volver a pie por la noche”, recuerda.
Hace meses, el regidor advirtió al banco de que retiraría las cuentas municipales si no aplazaban la subasta de la propiedad, que acumula reiterados impagos. Abanca concedió entonces un año de margen. “Si pago la hipoteca, no comemos”, se queja la mujer. Ahora que la casa ya no es de la familia que la habita y ante el posible desalojo, el banco afirma “estar abierto a cualquier posibilidad” porque no tiene interés alguno en que la situación acabe mal.
Pero entre todas las sombras, María Olga vislumbra un rayo de luz al final del túnel. Si la entidad ejecuta finalmente el desahucio, unos familiares le han ofrecido una solución parcial: mudarse a la vieja vivienda de una tía fallecida. La propuesta, sin embargo, no podría concretarse de forma inmediata, ya que esa casa necesita una reforma integral para la que tampoco tienen dinero. De nuevo, la ayuda del Ayuntamiento sería fundamental para ofrecer una alternativa. Las lágrimas de la mujer se debaten ahora entre el desconsuelo y la alegría contenida. En plena Navidad, a su hijo menor le acaban de entregar el dinero de una beca, pero la espada de Damocles del desahucio pesa más que cualquier ayuda para estudios. Por las mañanas abre el correo con pánico: “Sé que me tienen que avisar antes de hacer nada, pero hasta ahora no he recibido ninguna notificación. Solo pido un poco de espera”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.