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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Celebrar hazaña ajena

Esos tipos nada tienen que ver con el fútbol, ni con el deporte, ni con la buena educación

Confieso que jamás he podido entender del todo el desgarrador entusiasmo de los hinchas de los equipos de fútbol cuando una de sus estrellas, o no, cuela un gol al equipo contrario. Ese ardor guerrero por delegación, tanto si lo observas en el estadio como si lo sufres en un bareto, o incluso en casa acompañado de amigos, resulta un tanto engorroso y hasta ridículo, como ocurre tantas veces con los varones algo talluditos que se apoyan en las imágenes de profesionales del porno para sobrevivir con decoro a obligaciones de cama algo más domésticas, confundiendo la descarga de testosterona que supone un gol bien merecido, sobre todo para el que lo mete, con la perplejidad del interruptus en campo propio sin más himno de ánimo que un desangelado buenas noches apenas audible y pronunciado, por lo común, de espaldas. Para los que vivimos en los alrededores de Mestalla, el estrépito es otro cuando juega aquí el Valencia, lo que ocurre más o menos cada quince días de la temporada liguera y algunos más de Champions. Esa especie de prólogo ya es en sí mismo todo un espectáculo, con algún parecido a la Ofrenda fallera pero sin flores, casi como un ensayo general. Porque también en el vestuario de buena parte de esa multitud presurosa se observa algo parecido a la fiesta de tolerancia que supone disfrazarse de forofos valencianistas luciendo la camiseta debajo del abrigo.

Las multitudes (esperanzadas a la ida, furibundas o exaltadas a la salida) se desplazan caminando hacia el estadio -y ahí se acaba la cívica función de los semáforos- con la pataqueta de la cena bajo el brazo como quien se dirige a La Meca, mientras los que mueven en automóvil no tienen problema alguno para aparcar, ya que dejan el coche donde les viene en gana y toda la zona se convierte por un par de horas en una enorme plaza compartida de aparcamiento sin que nadie diga esta boca es mía, ya que los transeúntes tienen claro que todos van a lo mismo y no es cosa de montar bronca durante el camino. Los animosos himnos de siempre preparan el terreno de las emociones contenidas y los primeros aplausos (o silbidos, que de todo hay, y a esta distancia no siempre resulta fácil discernir si el rechazo se dirige hacia los foráneos o a alguno de los nuestros que ha resultado ser un pardillo), y de pronto todo se convierte en una sonora ordalía in crescendo, una granizada de entusiasmo participativo matizado de vez en cuando por una pitada clamorosa o por breves silencios así como de pánico (¿estarán decidiendo quién lanza el penalti?) que la verdad es que se agradecen. El seguimiento del partido en el bar es otra cosa, como más distante, aunque nunca falla el tipo insoportable que aconseja a gritos a los jugadores desde la barra sin entender que se esfuerza en vano porque no le escuchan en el campo de juego, hasta el punto de que un amigo se lo hizo notar amablemente a un forofo que no paraba de dar consejos gritones y éste le respondió, mientras ya se quitaba la chaqueta: “Sal a la calle si tienes huevos, cabrón”.

Claro que también están Los Yomus, esos agradables muchachos rara vez molestados por el club que obsequian con plátanos a los jugadores de color, con rayitos laser a las estrellas del equipo contrario o con bengalas al público en general, antes de empezar los combates cuerpo a cuerpo en los terrenos colindantes. Claro que esos tipos nada tienen que ver con el fútbol, ni con el deporte, ni con la buena educación.

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