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LA CRÓNICA DE BALEARES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Matanzas, rito y banquete

Jornada primitiva y proceso comunitario, cerrado al clan, el sacrificio del cerdo es la última celebración tribal (fiesta y trabajo) de una sociedad que existió

La tarea parece inmensa —lo es— pero los matarifes, ágiles, cortan, penetran y deshacen.
La tarea parece inmensa —lo es— pero los matarifes, ágiles, cortan, penetran y deshacen. TOLO RAMON

El grito desgarra el alba fría, es un gemido hiriente, metálico. En sus pausas el cerdo rollizo, asustado, se resiste a su destino, gruñe y resopla, gigantesco, torpón y con pliegos de grasa. Varios hombres tiran con fuerza de las cuerdas que atrapan el morro y dos patas.

Crepitan un fuego y el susurro de voces. Una mano ducha clava el metal donde hay muerte. La bestia aun brama, se desangra a borbotones y su voz se ahoga. En un lebrillo se recoge el primer fruto rojo de la matanza y una mano vieja lo remueve para atrapar la rabia. Muchas manos oficiarán la carne del cochino.

En el cielo de Mallorca —de todas las islas— humean columnas blancas de materia húmeda al abrirse la época fría de días cortos, antes de pasar los arados. Hay fogatas agrícolas ancestrales, los hormigueros y fumerals en los que se queman hierbajos, materia de poda; se limpia el terreno de labor, se crea abono y se tributa una ofrenda a la tierra, ajena a la doctrina.

En 2000 años solo cambió el color de la sobrasada con el pimentón rojo

Otras señales de aviso se alzan en las casas que realizan matances, matanzas. La celebración del sacrificio del cerdo es una convocatoria en plural aunque que solo se mate a un protagonista. Antes de que el cochino brame de miedo y gima agónico comienzan los humerales briosos.

La bestia muerta, sentada sobre su vientre o de lado, desangrada, con el pelo chamuscado, pelada, limpio el cuero hasta blanquearlo está llamada a desaparecer en un despiece preciso. La tarea parece inmensa —lo es— pero los matarifes, ágiles, cortan, penetran y deshacen. Una pausa mínima, para las dosis necesarias, para regalarse sorbos de café, cazalla o la mezcla local: rasca, rebentat, carajillo o el mesclat de licores y alcoholes propios.

</CS>Un vapor mortal cubre el cadáver. Crece y huele en el desuello, al abrirse la bolsa del vientre y del pecho, es el delicado vaciado de los estómagos e intestinos que se convertirán en piel de embutidos. En una distracción, la cola peluda del cerdo rueda por las espaldas de los incautos y mirones.

El fuego útil de troncos y raíces gruesas advierte y calienta, las llamas y los rescoldos harán hervir el agua de todos los calderos para la chacinería negra y su manteca roja. Al anochecer, las llamas, reavivadas, servirán de encuentro y abrigo. El sonido serio de la chirimía: un viejo canto, saltos briosos y miradas ausentes en homenaje a los que ya no están.

El plan gastronómico es pantagruélico y esencial: cinco platos en dos comidas

Esta jornada primitiva, un proceso comunitario, cerrado y clánico, es la última celebración tribal —un rito de fiesta y trabajo— que se mantiene de una sociedad que existió durante más dos mil años. Esencial, sin folclore adherido. Solo cambió el color de la sobrasada con el pimentón de América y la electricidad en alguna máquina.

Todas las carnes, esquinas y rincones se desgajan y recortan. Carne magra y grasa se despedaza y tritura, se mezcla y se aliña para los rellenos: sobrasadas, longanizas, butifarrones, camaiots y manteca. Quizás huesos saldados y xulla, piel con grasa y veteado. La percha y la despensa resumirán al animal en unas diez horas laboriosas, con las pausas de la merienda y el broche final de la cena, que se llama dinar porque es la comida fuerte, al atardecer.

El dibujo del mapa gastronómico de la matanza se inicia por el morro del cerdo, que se asa a la brasa de la fogata a primera hora como prenda de los amos de fuerza y cuchillo. Acaso al acceder al estómago recortarán el pedaç de bisbe o tacó que es, sin duda, de los más gustosos bocados que oculta un cochino, más que el secreto o pluma y la presa, esquinas cárnicas de los elaboradores de jamón de cerdo ibérico.

El festejo matancero está en los guisos que se preparan. La merienda insular (el desayuno) es de tres platos: un día al año se come frito de sangre del cerdo, un ceremonial con claves; después, el hígado con la salsa de tomate y, finalmente, el frit gran, juego de carne magra, tocino e hígado con patata gruesa y más sabrosa.

El oficio de payés-familiar es trabajo y casi una bacanal ritual, un banquete rural. La comida, ya con las sobrasadas en las perchas, requiere platos de cuchara y densidad, un sabor de memoria casi geológica: arroz de matanzas —otra edición única— con todo lo que haga falta: carne de pluma, caza, setas y detalles del cerdo. Al final, el guiso con albóndigas, un aguiat seguramente de aves con las pilotes de la carne reciente y los secretos de la casa, en una salsa envolvente.

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