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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Apaga y vámonos

El catedrático Francisco Rico organiza una copa para 'despedir' a la universidad pública

Recibo una invitación vía correo electrónico: “El llorado profesor Rico cuenta con V. M. para una copa de Apaga y vámonos, el martes, 14 de octubre, a las siete y media”. El lector que me haya seguido hasta esta línea se preguntará quién es el llorado profesor Rico, y qué diablos es una copa de apaga-y-vámonos. Intentaré responder a esas preguntas en esta crónica.

El llorado profesor Rico no es otro que Francisco Rico (Barcelona, 1942), catedrático de Literaturas Hispánicas Medievales en la UAB, académico de la RAE, accademico de la Academia Nazionale dei Lincei y de la British Academy. Ha sido un profesor determinante en varias generaciones de alumnado, entre las que me incluyo, en aquella joya que fue la UAB desde los 70’s –Gabriel Ferrater, los hermanos Blécua, Sergio Beser…-, hasta un momento difuso, entre el siglo XX y el XXI, en el que las universidades abandonaron una de sus características tradicionales. Aportar conocimiento más allá de lo que considerara necesario el Estado o el mercado.

En ese periodo que les he dibujado, Francisco Rico ha sido uno de esos profesores que no ha abandonado el rigor en la docencia y en el ejercicio de la autoridad intelectual, que es la única autoridad que mola. La obra del profesor Rico, en ese sentido, ha sido determinante en el ámbito filológico local e internacional. El crítico Ignacio Echevarría lo ha dibujado a través de estas palabras que les transcribo: “hipocondríaco, cascarrabias, intrigante, coñista, bon vivant, tocapelotas, sabelotodo. Rico, autor el Quijote, es el solo una industria cultural, modelo y maestro de la filología, y dueño de la más pulida prosa que se escribe hoy en España”, lo que me ahorra varias líneas, que destinaré a hablarles del Rico que conocí.

Era emisor de grandes frases. “Una lengua son sus académicos y sus catetos” o, la más frecuente en mi biografía, “Martínez, deje de gesticular esa cara de imbécil y farfolle algo”. En clase Rico era un espectáculo. Rico velaba por nuestra erudición y nuestra chulería. Incluso, por nuestra pose: “un niño quiere ser médico porque quiere ponerse bata blanca. Si quiere ser filólogo, es que quiere ponerse otra cosa”. Tenía, en fin, datos biográficos inquietantes. Verbigracia: sabía jugar al futbolín de película. En la vida se puede improvisar todo, salvo jugar al billar, al futbolín, o escupir por el colmillo.

Ahora, alehop, soy una V. M. y estoy en la copa apaga-y-vámonos de Rico, poniéndome las botas. Es una copa sin VIPs, ni personajes mediáticos. Los invitados son el departamento de filología de la UAB. Desde profesores jubilados, como Alberto Blecua, que me da su tradicional beso en la mejilla y me habla de política -“Yo quiero votar socialismo. Pero no sé dónde”-, hasta los últimos becarios, otra generación, todos con coleta pablemos. En un momento dado, Rico está fumando, en un patio interior –ese tío, se saca los cigarrillos encendidos del bolsillo-. Salgo a verle y darle la patita. “Hombre, Martínez, sale usted aquí precisamente ahora, que me he tirado un pedo”.

Mientras fumamos como cafres, me habla de Ferrater, de cómo le influyeron sus maestros –Blecua padre, Martí de Riquer--, y de cómo de esa influencia nació esa filología barcelonesa, diferenciada de la de Madrid en su capacidad de relacionar varias literaturas –provenzal, italiana, francesa, portuguesa, gallega, castellana, catalana…-. Hoy no existe esa posibilidad. Ha desaparecido la titulación de Filología Románica, y la Filología Hispánica ha pasado a ser española. Hablamos de juergas con Juan Benet, con Gil de Biedma. Finalmente –tachán-tachán-, hablamos del sentido que se esconde bajo la alocución apaga-y-vámonos.

“Es una despedida”. “Yo hubiera preferido que me organizaran una cena. Pero nadie lo va a hacer. Antes, se organizaban cenas”. Me cita varias, como una en la que el homenajeado se fue al lavabo y tardó en volver. “¿Qué estará haciendo?, decían. En eso, don Jacinto Benavente dijo: ‘se habrá dormido sobre sus laureles”. Sí, ya, pero cuál es el sentido de esta copa. Rico se pone serio. “Es una despedida”, repite. Y agrega: “siempre he creído en la universidad pública. Y la he ejercido. Cuando empecé, enseñaba para ser catedrático de instituto y, luego, formaba un núcleo de investigadores. Ahora no sé a quién o para qué enseño. Esto es un apaga-y-vámonos”. Miro a mi alrededor. Se me hace prístino el sentido de la selección de los invitados. Somos la universidad pública. Profesores, exalumnos. Personas que no hubiéramos existido en nuestro aspecto y calidad sin la universidad pública, sin la posibilidad de acceder a estudios superiores -en ocasiones, sumamente superiores-, a través de lo público.

Alguien pide a Rico unas palabras. Rico: “¿Quiere unas palabras? Ahí van: son ustedes unos hijos de la gran puta”. La copa se prolonga unas horas. Luego no vamos y, en efecto, alguien apaga la luz. Rico lo deja. Es el fin de una época, que transcurrió en lo público.

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